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El Maestro Sócrates y sus enseñanzas para Chile


Hemos hablado ya de Confucio, el maestro de las mil generaciones de dirigentes chinos. Y luego nos referimos a otro profesor, Maquiavelo, que enseñó al príncipe lo que había aprendido observando a los gobernantes de su tiempo. El nos llamaba a hacer cualquier cosa no por el poder en sí mismo, sino por la grandeza de la república. Mal comprendido, terminó siendo inspirador de los dictadores de este mundo.



A los lectores de El Mostrador.cl queremos hablarles hoy de Sócrates y, por esa vía, reflexionar acerca de los aciagos días que vivimos como chilenos, en medio de reformas laborales parchadas y vueltas a rajar.



¿Muchos hoy se preguntan para qué sirven las ideas y los ideales en la actividad política? ¿Tiene algún mérito intentar ser justo y no buscar sólo el propio interés en la mejor alianza de poder posible? ¿Si no puedes con tus enemigos, no será mejor unirte a ellos?



Recordemos a Sócrates, ateniense que no abandonó su ciudad salvo para servirla con honores en las batallas de Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (422). Sócrates, el bueno, que no escribió ningún libro y cuyos pensamientos -recogidos por su insigne discípulo Platón- nos hablan con tanta claridad del bien y de la justicia. Fundó la filosofía occidental y ha sido reverenciado por musulmanes y cristianos, creyentes y agnósticos, romanos, hombres medievales, renacentistas y modernos. Es un maestro.



Sócrates, como sabemos, fue condenado a beber la cicuta en 399, acusado falsamente por Melito, Anito y Licón de impiedad y de corromper a los jóvenes. Sus conciudadanos de Atenas -que lo habían escuchado en las plazas en las llamadas al diálogo- lo condenaron a muerte. Sus jueces lo conminaron a que se defendiera. Su respuesta expresó la esencia de su existencia entera: «Toda mi vida, en la que no he hecho nada digno de castigo, ha sido una constante defensa».



Pareciera ser que Sócrates, condenado por los hábiles adversarios que reunieron más votos que él y vencieron, nos enseña una vez más que frente al poder del dinero y de los más, de poco valen las coherencias vitales y los sentidos de justicia. Por eso su amigo Critón, la noche anterior a la muerte del filósofo, lo conminó a huir al exilio. Ya había sobornado a los guardianes y el lugar de destino, que aseguraría una vejez apacible a Sócrates con sus hijos, estaba preparado. Critón lo urge a asumir los hechos. Atenas está corrompida y no hay sentido del deber que valga. ¿Qué sería contradictorio con lo que dijo e hizo antes? ¿A quién le importa? Que mire a sus fiscales y verdugos y saque las conclusiones.



Pero Sócrates no cede. Morirá, pues su conciencia le obliga a rendir un último homenaje a sus amigos y alumnos, con quienes tantas veces dialogó acerca de la justicia y de la virtud. Las leyes de Atenas le han permitido vivir una gran vida. Por ellas ahora le corresponde morir.



Sócrates es coherente consigo mismo. Es auténtico y juega su libertad hasta el fondo. «Yo tracé la línea». «Yo opté». «Hoy respondo por mis actos y creencias». El había enseñado a sus discípulos que es una ilusión creer que se puede vivir sin moral y sin la voz de nuestra conciencia, pues esta última, inevitablemente, nos «echará a perder la fiesta».



La conciencia, es decir, el diálogo de uno con uno mismo, es inevitable. Sócrates dijo que «una vida sin examen no tiene objeto vivirla». Esa voz de la conciencia no nos deja tranquilos. Por ello, Sócrates también señaló que al anochecer, al entrar solo a casa, lo esperaba un hombre muy desagradable que, según escribió, «continuamente me refuta, es un familiar muy próximo y vive en mi casa».



Además, la escisión entre conciencia y acción terminará por destruir a la sociedad entera. Para Sócrates, los que viven actuando en contra de su conciencia terminarán por invadirlo todo con sus malas prácticas y devorándose ellos mismos. La razón nos la da interpelando a Trasímaco en La República. Este último sostiene que la justicia es lo que le conviene al más fuerte. Sócrates lo refuta largamente hasta mostrarle los frutos finales de la injusticia: «¿Te parece (Trasímaco) que una ciudad o un ejército, o unos piratas, o unos ladrones, o cualquiera otra clase de gente, sea cual fuese aquello injusto hacia lo cual marchan en común, podrán llevarlo a cabo si se hacen injusticia los unos a los otros?». Trasímaco debe guardar silencio.



Los chilenos lo perciben bien. Si los partidarios de la coalición de gobierno seguimos divididos; si los máximos dirigentes concertacionistas siguen acusándose mutuamente de no cumplir lo pactado; si las reformas laborales que piden más de dos tercios de los chilenos para darle más poder a los trabajadores frente a los empresarios son objeto de incordio entre nosotros; no nos quejemos, terminaremos devorados entre nosotros. Y lloraremos, abandonados por todos: primero por nuestros ideales, luego por los jóvenes y, al fin, por las grandes mayorías que aún hoy siguen esperando por nosotros.



Como dijo una vez Erasmo: «San Sócrates, ora por nosotros».



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