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La mentira perfecta

«Mario Vargas Llosa definió el régimen mexicano del PRI como la dictadura perfecta. Lo era tanto que pasaba casi por una democracia. En el caso de Chile nos encontramos con algo mucho más sutil y elaborado. Se trata de la mentira perfecta. Una legalidad que se convierte en legalismo, una formalidad que se convierte en formalismo, una moral que se convierte en cinismo producen la apariencia de normalidad, de claridad y de funcionamiento correcto. Es una mentira tan perfecta que casi parece una v


Margot Kahl, con su habitual encanto, me mira fijamente desde la pantalla, mientras yo leo a Plutarco de Queronea en zapatillas. Me anuncia que el precio de las micros va a subir diez pesos. Lo dice con preocupación, como una integrante más de esta gran comunidad santiaguina afligida por la nueva alza de la canasta familiar. Margot, según los sondeos, es la persona más creíble de Chile. La veo muy abrumada y con el gesto contraído: ¿será verdad que le afecta tanto la monedita?



El general Garín mostraría muy buena estampa en un papel secundario como romántico luchador garibaldino. Le escucho expresarse desde la impasible pantalla, afirmando gravemente que no tienen ninguna relación las recaídas del general Pinochet con los sucesivos hitos del proceso judicial. Su gesto es sereno y no entiende las sospechas de los eternos maliciosos que protestan porque coincide la activación de alguna de las diecisiete dolencias del senador vitalicio con las fechas exactas de su cita con los jueces y con la justicia. El general-portavoz expone todas sus razones con un afeitado tan perfecto que nadie objeta, nadie se indigna, a nadie se le mueve un pelo antes sus declaraciones.



Alejandro Foxley se ha empeñado en la loable cruzada de aliviar los impuestos de la llamada clase media. Pero, al hacer cuentas, resulta que el asunto es muy confuso, porque se llega a considerar clase media un tramo de ingresos que podría oscilar entre los trescientos cincuenta mil y los tres millones y medio de pesos. Más concretamente: da la impresión de que Foxley estima, por un comprensible tropismo social, que la clase media son los hijos, los yernos y las nueras de los amigos con quienes pasea por la playa de Cachagua. Al menos, éstos serían los más beneficiados por la tan publicitada rebaja.



Hay algo que no cuadra en la sociedad y en la política del país. Circulan numerosas verdades-mentiras y mentiras-verdades, tan aparentemente llenas de dignidad y buenas intenciones que es difícil saber dónde está la trampa.



Oigo la persistente extrañeza de observadores foráneos de todos los colores: en Chile, reconocen, existe formalmente la libertad de expresión; pero es demasiado evidente que la libertad de expresión está severamente coartada. ¿Qué es lo que pasa? La televisión pública, a su vez, representa formalmente a todos los chilenos, pero resulta obvio que es burdamente asimétrica, instalando un pretendido sentido común, que bascula abusivamente hacia la vertiente más conservadora.



¿Por qué no se discute y se endereza esta situación? Incluso los mejores analistas no aciertan a dar con los motivos de estas tercas anomalías.



Por otra parte, en un país con unas desigualdades tan estrambóticas que da pudor incluso enumerarlas, las páginas sociales (que se expanden prodigiosamente como el reflejo cada vez más colonial de esta modernísima sociedad) se llenan de caridad y filantropía; de cenas del pan y el vino y de cuestaciones y limosnas más o menos vergonzantes. Y siempre aparecen los mismos, los que monopolizan no sólo el poder, sino también la bondad.



Hay verdades-mentiras todavía más crueles: últimamente he hablado con dos amigos que han sufrido la muerte de un pariente próximo. En los dos casos los pacientes ya desahuciados han tenido que permanecer en la UTI con costos que, globalmente, ascendían casi a un millón de pesos diarios. Cuando las familias reclamaban que a sus deudos les dejaran morir en paz sin tanta tecnología ya inútil, que les estaba arruinando, los médicos respondían altivamente, alegando que se negaban a prácticas eutanásicas y, con un poco de mala suerte, apelaban incluso al juramento hipocrático. Así los familiares quedan no sólo con la amargura de la muerte, sino con la mala conciencia de haber deseado acelerar el fatal deceso. Lo más indignante es que esa ética profesional tan rigorista producía enormes beneficios a las clínicas y a los respectivos médicos, teniendo en cuenta que, incluso dentro de la moral católica, la aplicación de medios extraordinarios no es obligatoria, sobre todo en casos de enfermedad terminal.



Hay otros casos en que la verdad-mentira opera a través de las más sutiles técnicas leguleyas. ¿Recuerdan ustedes el enorme escándalo de hace casi un año sobre explosivas indemnizaciones de meritorios funcionarios? Pues bien, después de las primeras indignaciones, de los dedos en alto, de los emplazamientos, las cosas en el gobierno, en los partidos, en los tribunales (hasta ahora) han quedado casi en nada. Sólo los que salieron en los primeros días han sufrido las consecuencias. Los demás están confiados en la tradicional mala memoria de sus conciudadanos.



Otro caso: el Presidente Lagos presentó públicamente los resultados de la Mesa de Diálogo. Ya se sabe que la información entregada, muy inferior a la que se pretendía, ha tenido la característica de ser inútil o falsa o inverificable en la mayoría de sus datos. Y, sin embargo, nadie, desde el mundo oficial, habla de fracaso e incluso de algún tipo de engaño.



Mario Vargas Llosa definió el régimen mexicano del PRI como la dictadura perfecta. Lo era tanto que pasaba casi por una democracia. En el caso de Chile nos encontramos con algo mucho más sutil y elaborado. Se trata de la mentira perfecta. Una legalidad que se convierte en legalismo, una formalidad que se convierte en formalismo, una moral que se convierte en cinismo producen la apariencia de normalidad, de claridad y de funcionamiento correcto. Es una mentira tan perfecta que casi parece una verdad.



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