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A dónde


Cuántas veces no sabemos dónde ir. Cuántas veces deseamos detenernos para ver si vamos por el camino que pensábamos correcto y que de pronto parece equivocado.



Qué hacer cuando estas vacilaciones se transforman en momentos de vértigo, de depresión y de euforia o viceversa, atravesadas por un cuestionamiento total. Qué hacer cuando se siente que uno no está contento con el suelo donde pisa ni mucho menos con el ser que sostiene sobre los pies; cuando se sabe que uno no hizo todo lo que debió ni tampoco fue todo lo que quiso ser; cuando se toma conciencia de todas las posibles pérdidas que habrá que hacer en algún próximo balance existencial. Cuando uno sabe que no es feliz.



La derrota prácticamente total de la izquierda en el mundo, con su patética verdad y desnudez, arrastró los sueños de dos o tres generaciones que todavía creían posible un mundo más justo, solidario y libre para todos. Se derrumbó una falsa ilusión, es cierto: la tal izquierda no era ni justa ni solidaria ni libre en los países donde tenía el poder. Sin embargo, la brutalidad del cambio trajo consecuencias importantes. Su caída hizo también que cayeran aquellos valores que no deberían haber sido, ni siquiera ideológicamente, patrimonio de nadie. Así, un nuevo mundo oportunista, supuestamente el único posible, ha obligado a comulgar con atoradoras ruedas de carreta a las nuevas generaciones. Su oferta es una cierta cultura de la indiferencia, en la que las ideas ya no tienen perfil y sólo valen por su rentabilidad económica o política.



Ese vacío ético ha hecho posible que, además de los indiferentes profesionales, aparezcan una serie de adalides de nuevos fundamentalismos, y también grandes audaces de la política contingente que buscan foto, micrófono y cámara. Así, entre unos y otros, sin darnos mucha cuenta, llegamos lenta e implacablemente a cambiar la liturgia del conflicto por la del consenso a todo evento, la estructuración totalitaria por la desestructuración paralizadora, el mazo en la mano por una fina indolencia, los a priori iluminados por los a posteriori ciegos. Estos parecen ser los peligros que están acometiendo al continente y que comenzamos a padecer. Las nuevas democracias latinoamericanas han nacido con este pecado original.



Nos cuesta mucho movernos en el área chica de la libertad sin modelos. Mientras el conocimiento de la incertidumbre se populariza -antes era una delikatesse privada del método científico- y permea los acontecimientos más prosaicos como el buen fútbol y los buenos amores, la necesidad de la certeza nos limita, empujándonos hacia refugios principistas como la religión, el esoterismo, el medioambientalismo y, cómo no, nuevos tipos de patriarcalismo y, en muchos casos, en el oportunismo ya mencionado.



Y por mucho que, aparentemente, no soportemos la predictibilidad de nuestras conductas, tampoco estamos dispuestos a asumir demasiados riesgos. Y si bien nos encanta la originalidad y la renovación, rápidamente repetimos comportamientos que se parecen mucho a los más conservadores que alguna vez rechazamos. Los de entonces pasamos a ser los de siempre.



Y terminamos parándonos al borde de la novedad y del futuro, dando vueltas y vueltas y corriendo en círculos, sin atrevernos a tomar una dirección clara. Sólo acezamos, desconcertados, con la lengua afuera.



Así, determinados modos de hacer política ya no convencen a nadie. La mentira generalizada de que América Latina «se moderniza» deja con un ligero dolor de espaldas a quienes se dan cuenta de que el fenómeno es precisamente el contrario: cada vez la pobreza de la vida cotidiana de nuestro continente es mayor.



¿Cómo combatir los tan sabidos «flagelos» de la pobreza, el hambre, la enfermedad y el analfabetismo de la región? ¿Cómo se hará, si una visión de país integral y solidaria no se logra ni siquiera dentro de cada país?



La prioridad de los gobiernos, se ha dicho, debe ser la reasignación de los recursos, la distribución equitativa de los beneficios del desarrollo y la reorientación del gasto público para mejorar la salud y la educación. Se ha mejorado mucho, dirán los que se basan sólo en cifras e ideas globales. Pero, ¿cómo se podrá llegar al mínimo suficiente sin que prime la autocomplacencia? ¿Cómo hacer para mirar realmente al continente en sus posibilidades y realidades sin caer en el vértigo del triunfalismo ni en la depresión de una derrota irremontable?



La contradicción está en que si bien se han encontrado caminos de crecimiento económico y de disciplina fiscal, no se ha resuelto ningún problema relevante de salud ni de educación. Los casos de Brasil y Argentina son quizás los más demostrativos y delirantes. Chile lleva el problema de una manera soterrada, bajo el poncho. Pero lo peor es que no logran concebirse proyectos coherentes de países que vayan más allá del desarrollo puramente económico y que busquen una manera propia de situarse valóricamente en el mundo.



Es hora de detenerse, de mirar hacia todos lados, respirar hondo, lamerse las heridas. Y decidir en conciencia hacia dónde se quiere ir y para qué.



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