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Sabor de los 80


La encuesta Casen ha sido -mejor dicho: debiera haber sido- como un mazazo sobre las cabezas de los chilenos. El dato central es angustiante: un 20% de ellos vive en una pobreza dura, y ese porcentaje -en cifras gruesas- permanece desde hace mucho tiempo, como interpelándonos, como señalándonos que es la cara del país que nadie quiere ver.



Y a propósito de esto, una disgresión: iniciados los años 90, cuando el país crecía, la democracia generaba expectativas y el ánimo estaba arriba, en Televisión Nacional (y me imagino que en el resto de los canales también, porque todos se guiaban -se guían- por los mismos parámetros: rating y focus group) se acuñó la máxima de que los «pobres no dan rating«, por lo que fueron suprimidos de la pantalla como tema noticioso o de investigación para programas de corte documental. Explicaciones: el país estaba creciendo, la gente tenía la percepción de que la riqueza se acumulaba y no quería ver pobres en pantalla -decían esos ejecutivos-, porque eso los remitía a la pobreza real que existía y que la gente quería borrar como realidad.



Ahora, con la encuesta Casen que nos ha cacheteado con la permanencia de la pobreza, habría que ver qué dicen los focus group y si los ejecutivos televisivos siguen en la idea de «proteger» a la población de sus fantasmas, viendo pobres en la pantalla. O sea, protegerlos de la verdad.



En todo caso, resulta sospechoso el poco impacto que ha tenido el estudio Casen. Uno podría aventurar que en el oficialismo es duro reconocer que luego de 10 años se ha avanzado, pero poco. Entonces, mejor morir piola. Y en la oposición uno podría suponer que el tema es otro: que existe el temor de que este dato de pobreza permanente pueda ser achacado al modelo económico -que es uno de los estandartes de la oposición-, que más de alguien ha denunciado (no aquí, sino que en Estados Unidos) que funciona dejando en la marginalidad a un porcentaje de la población.



En nuestro país, en todo caso, pareciera que no hay posibilidad de discusión sobre el tema. Por cierto, está la letanía permanente de Gladys Marín (el otro día alguien me decía: ¿alguna vez has escuchado a la Gladys decir que algo es bueno?). En el otro extremo tipos como Carlos Massad, presidente del Banco Central, que hace un tiempo señaló, en tono de amenaza, que entrar a discutir sobre el sistema económico imperante es exponerse a abrir «una caja de Pandora». ¿Y qué?, podría uno replicarle).



El dólar sube, cada día se ve más gente recurriendo a trabajos informales para subsistir (ventas de empanadas, huevos, queso, etcétera, casa a casa, por ejemplo) y uno percibe cierta similitud ambiental con los inicios de los 80, cuando fue la gran crisis económica. Claro, después vinieron las protestas, pero había dictadura. Ahora, no.



El modelo económico ha tenido correcciones, nos dicen. Y como ya sólo cabe pensar mal, uno inmediatamente sospecha: ¿quién diablos se aprovechó de esas correcciones? ¿Qué diputado se hizo qué negocio con alguna de esas correcciones? En fin.



Igual cuesta entender cómo en época de crisis, como la actual, los bancos simplemente ganan más que en tiempos normales. ¿A costa de quién ganan? ¿Es esa, finalmente, la racionalidad a la que los ciudadanos tenemos que adherir y acostumbrarnos? Entonces uno se pregunta si, como en los 80, no volverá a ponerse de moda eso de atentar contra los bancos, rayando sus paredes, quebrando sus vitrinas, poniéndoles bombas de ruido o de las otras, al terminar convertidos en el símbolo odioso de lo que se nos presenta como injusto.



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