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Sobreseimiento de Pinochet: solución deshonrosa


En un notable artículo sobre Pinochet publicado en el diario El País el periodista argentino Ernesto Elkaiser recuerda una lucida frase de Hanna Arendt. La autora dice en su libro sobre el caso Eichmann que la finalidad de los juicios regulados por el derecho es la justicia, y no la misericordia.



Habría que agregar que cuando la misericordia recae sobre el poderoso se vuelve sospechosa. La misericordia de la justicia con el débil puede estar movida por impulsos generosos, mientras que la misericordia de la justicia con quienes en cuya defensa se orquestan los mas diversos poderes refleja la debilidad de la institución de la justicia, más que un genuino impulso de piedad o conmiseración.



Lo ocurrido con el sobreseimiento de Pinochet demuestra que al contrario de lo que dice el Presidente Lagos con la frase sacramental «las instituciones funcionan», éstas en realidad simulan funcionar. En este caso el simulacro es perverso, porque disfraza complacencias inadmisibles con la majestad del debido proceso. Todo parece ocurrir como si los jueces hubieran actuando con imparcialidad y basados en estricto respeto de igualdad ante la ley.



Pero esa es la apariencia. La verdadera finalidad de este fallo misericordioso ha sido rendir pleitesía a la razón de Estado, que en este caso resulta una visión acomodaticia y miope de la razón de Estado. No solo los jueces que fallaron el sobreseimiento han actuado movidos por ese realismo del poder, que cubre como velo de las responsabilidades reales del poder. De la misma manera ha actuado el gobierno.



Este ha jugado un aparente rol de neutralidad, aunque existen indicios y sospechas de que ha presionado por debajo para orientar el proceso hacia este final deshonroso. Pero voy a argumentar como si le diera crédito al alegato del gobierno y aceptara su pretendida neutralidad como real.



No lo hago por ingenuidad, sino porque el problema reside precisamente en esa pretensión de neutralidad. No se puede serlo respecto a crímenes de la naturaleza de aquellos que se están juzgando, porque se trata de torturas, asesinatos, desapariciones masivas organizadas por el poder estatal. Frente a eso no se puede hacer como Poncio Pilatos, trasladando el problema a los jueces.



El gobierno debió tener una posición publica clara de defensa de la verdad y la justicia, que este caso exigía la continuación del juicio. Hacerlo hubiera representado una forma adecuada de hacer valer las verdaderas razones de Estado. Aquí está en juego la legitimidad de nuestro sistema judicial. Jueces que retroceden ante los poderosos y que son complacientes a los deseos de poderes coludidos no cumplen con su deber y al hacerlo ponen en jaque a la institución misma.



Un gobierno que se lava las manos ante el problema sin opinar sobre él, no de manera jurídica, sino de manera política, no cumple su papel de liderazgo ante el tema de los derechos humanos, que es obligatorio para los gobiernos democráticos.



La titánica tarea del ministro Guzmán ha quedado a medio camino por un fallo sospechoso de parcialidad. Es verdad que los ministros involucrados debieron enfrentar el montaje del entorno de Pinochet. Es posible que en esas condiciones no hayan tenido la serenidad necesaria para cumplir sus deberes históricos frente a sociedad chilena. No estuvieron a la altura de sus investiduras.



Si el mismo Pinochet tuviera una gota de dignidad y de respeto por si mismo no habría aceptado esta solución que deshonra a la justicia y a él. Es vergonzoso que nunca haya luchado por demostrar su inocencia. Esa cobardía, ese perpetuo expediente de escudarse en leguleyadas, constituye una demostración de la catadura moral del personaje. Representa, además, una confesión implícita. Su defensa actúo en todo momento reconociendo en la práctica la imposibilidad de demostrar la inocencia de Pinochet ante los crímenes imputados y ante muchos otros.



En este juicio está en juego la impunidad de los autores intelectuales de crímenes de lesa humanidad, algunos de ellos realizados en países extranjeros.. Esos crímenes, torturas y destierros correspondieron a una estrategia diseñada desde la cúpula del Estado y ejecutada por múltiples sicarios, bajo régimen de jurisdicción militar.



El juicio a Pinochet es el más importante de todos, porque durante todo el tiempo de la dictadura tuvo la responsabilidad conjunta de cabeza del Ejecutivo y del Ejercito. La estrategia del terror no pudo haberse desarrollado sin su conocimiento y sin su planificación general.



Era necesario continuar esta investigación, llegar a establecer la verdad y determinar las sanciones. Solamente después debieron haber entrado a tallar las razones de salud. La autentica razón de Estado exigía que todos los órganos del poder político se hubiesen impuesto la tarea de no permitir que el más importante de los planificadores del terror quedase sin juicio.



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