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Experiencia retórica


El viernes 6 de julio el vespertino La Segunda entrevistó largamente a Daniel Platovsky, el ex dirigente empresarial que de la mano de Sebastián Piñera y Andrés Allamand se ha atrevido a incursionar en política (la política de los partidos, porque bien sabemos que por el hecho de haber sido dirigente empresarial hizo política).



Platovsky es una de las pretendidas caras nuevas de la directiva de Renovación Nacional que nos promete una nueva aventura -digámoslo- algo añeja: ese camino al poder se ensayó hace ya una década y sus antecedentes se remontan aún más atrás, desde el nacimiento de Unión Nacional, en la segunda mitad de los ’80. Entonces, un Allamand joven y brioso imprimió carácter a Renovación Nacional, pero terminó como ya sabemos: derrotado no tanto por los poderes fácticos -aunque de eso claro que hubo-, sino por las bases propias de su sector y su partido, que resultaron más pinochetistas y ambiguas en su relación con la democracia de lo que él mismo supuso en determinado momento.



La pregunta que desde entonces siempre me ha rondado es la que sigue: ¿Cuánto influyeron esas bases en el pensamiento actual de los dirigentes que lideraba Allamand? ¿Qué tan conservadores se fueron poniendo para sintonizar con su sector? ¿Por qué esa defensa ardorosa que de Pinochet hizo Alberto Espina, por ejemplo? Y aquí sólo basta recordar que a fines de los ’80 esos personajes eran de los que decían «Ä„pero por supuesto!», en un tono de una obviedad que a uno lo dejaba como en ridículo cuando se les consultaba si debía aprobarse una ley de divorcio.



Ya estamos en el 2001, sin divorcio y con proyectos de ley que mejor no se aprueben, porque es más efectivo el actual resquicio de la nulidad que esas propuestas que hacen casi imposible separarse (propuestas, por cierto, redactadas a partir del Código de Derecho Canónico y respaldadas por legisladores como el diputado Naranjo, quien no tiene empacho en oponerse al divorcio y lucir segunda señora, nulidad de por medio).



Desde La Segunda, Platovsky miraba ese viernes con su rostro de eslavo a los lectores. Una mirada fría y penetrante. El artículo se iniciaba así: «Como hijo de inmigrantes checoslovacos que sufrieron los rigores de las opresiones nazi y comunista, Daniel Platovsky asegura que es un hombre que sabe valorar la libertad. Y aunque no vivió en carne propia el peso de los totalitarismos, esa experiencia ‘me fue transmitida durante toda la vida por mis padres. De ahí proviene mi espíritu liberal'».



Después de esa parrafada, ¿cómo seguir? ¿Le achacamos la culpa al periodista o a Platovsky? Porque si la sentencia «aunque no vivió en carne propia el peso de los totalitarismos» es opinión del entrevistado, habrá que suponer que Platovsky no vivió en Chile bajo el régimen de Pinochet. O, también, si supo del autoritarismo por los relatos de su padre y, suponemos, de los libros sobre Hitler y los regímenes comunistas, está claro que no aprendió nada si no es capaz de reconocer en el gobierno militar un régimen totalitario.



Esa actitud ante la realidad y ante la historia de este país es el meollo de la sospecha que despierta nuestra derecha (o nuestra prensa de derecha). Sinceramente, ¿cómo buscar consensos si en ese aspecto tan fundamental, tan importante para definir las características de lo que queremos (o no queremos) para el futuro, no hay acuerdo posible? ¿Cómo no volver a sentir que en esa postura hay, nuevamente, una justificación a la dictadura, también en sus aspectos más abominables?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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