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Qué falta de respeto, qué atropello a la razón


Los gobiernos iberoamericanos nos han prometido el desarrollo por más de medio siglo; en Brasil, las élites han proclamado durante décadas que su país es el futuro, y la dictadura pinochetista nos aseguró que despegaríamos, supongo que con rumbo al norte, y un gobierno de la Concertación mandó a la exposición mundial de Sevilla un trozo de hielo antártico para probar que, si bien no éramos nórdicos, tampoco eramos tropicales.



No obstante, no sólo no nos desarrollamos (además, el futuro todavía no llega a los brasileños y el hielo antártico se derritió), sino que incluso los países más dinámicos de nuestra América retrocedieron en 1999, después de dos décadas de ortodoxia neoliberal, respecto de otros que estaban en iguales o peores condiciones en 1960, es decir, durante el auge del consenso cepaliano.



El incremento porcentual del producto interno bruto per capita (en dólares ajustados por las paridades del poder adquisitivo) entre 1960 y 1999 fue, en orden decreciente: Corea, 2.277 por ciento; Portugal, 993 por ciento; Hong Kong, 951 por ciento; Chipre, 932 por ciento; Japón, 922 por ciento; Singapur, 862 por ciento; Grecia, 816 por ciento; España, 669 por ciento; Italia, 507 por ciento; Argentina, 363 por ciento; Chile, 276 por ciento y Uruguay, 201 por ciento.



Ese decepcionante rendimiento refleja, por lo demás, un fenómeno mundial. La media de crecimiento anual del ingreso per capita de todos los países en desarrollo fue de 2,5 por ciento entre 1960 y 1979, pero nula, es decir cero, entre 1980 y 1998.



A ello se suma que nuestros éxitos son efímeros. Argentina está al borde del abismo a pesar de haber crecido, entre 1989 y 1999, 230 por ciento en dólares corrientes, uno de los porcentajes más altos del mundo, e incluso superior al nuestro, 114 por ciento, y al de Brasil, de sólo un 7,7 por ciento. Y comienza a hablarse en la prensa internacional de un posible retorno del gorilismo en Argentina, como consecuencia de la crisis, y en Brasil, debido a que el bajísimo crecimiento abre las puertas a una victoria de Lula en la próxima elección presidencial.



Tras estos lamentables sucesos hay por supuesto una historia. El consenso cepaliano, a saber, el desarrollo hacia adentro con una fuerte participación estatal, fue una racionalización autóctona de medidas para enfrentar el agudo retroceso de los términos de intercambio en razón de la depresión económica de la década de 1930 y la segunda guerra mundial. Y lo hicimos con un éxito relativo pese a los medios muy limitados con que contábamos.



Ese consenso se desintegró debido a la impaciencia y descontento del pueblo y su consecuencia potencial para la guerra fría. La secuencia en iberoamérica fue la revolución cubana y la teoría de la dependencia, la Alianza para el Progreso, las fronteras ideológicas y el neoliberalismo dictatorial, es decir, la inclusión dentro de esas fronteras de la política económica que iniciaron los Chicago Boys.



Después vino el remplazo del compromiso neokeynesiano por un neoclasicismo obseso con las ecuaciones como base de la enseñanza de la economía en Estados Unidos. Y esas universidades pasaron a formar a la élite tecnocrática de los países en desarrollo. Siguió la revolución conservadora de Reagan y Thatcher. Finalmente, en 1989, se proclamó el consenso de Washington, cuyo autor, ironías de la vida, se dedica desde entonces a excusarse.



El nuevo consenso atribuyó el éxito de los dragoncillos asiáticos a políticas neoclásicas, como lo afirmó un publicitado informe del Banco Mundial sobre el crecimiento con igualdad de esos países. Los japoneses comentaron con sarcasmo: lo financiamos, pero no lo escribimos.



Un lustro más tarde, los mismos devotos del neoclasicismo, a propósito de la muy imprevista crisis asiática, calificaron a esos dragoncillos de herejes, ya que practicarían el capitalismo de los amigotes (o de los compadres) en vez de la ortodoxia del libre mercado. Y sustituyeron sus sofisticadas ecuaciones por una verdadera teología de la economía, como lo descubrió atónito en el lenguaje económico imperante el destacado teólogo norteamericano Harvey Cox.



En la cumbre de este sistema teológico, dice Cox, está El Mercado, cuyos designios son tan misteriosos como los de la Divina Providencia. Por ello, el discurso del Sumo Sacerdote, hoy en día Greenspan, es délfico, salvo para pedirnos más de lo mismo cuando El Mercado nos pone a prueba, sin importar el sacrificio, ya que la fe se fortalece en la adversidad. A lo que se suma, como nos dijo San Pablo, que la verdadera fe es la evidencia de las cosas que no se ven.



En ese contexto, la explicación de la crisis argentina, como de las precedentes, es la traición a la promesa de El Mercado, que dio crecimiento económico, debido a las tentaciones seductoras del estatismo y la dilapidación del dinero de los contribuyentes, y la consiguiente caida en el pecado. La salvación es el advenimiento del mercado libre, gracias a un más o menos ascético apretón de cinturón según gobiernen en Washington republicanos o demócratas. Y como El Mercado bajo Bush es más bien calvinista que católico, hoy no es muy misericordioso.



Por ello, el presidente De la Rúa nos informó sin pestañear que no devaluaría y que impondría la austeridad a pesar de que el déficit fiscal argentino es de sólo 2 por ciento del PIB. Un moderno Tertuliano, teólogo de principios del cristianismo que pasó a la posteridad al exclamar: creo porque es absurdo.



Así buscamos una fuente explicativa que no sea teológica, caemos de inmediato en la tesis culturalista. Si además pretendemos buscar un sustituto secular a Weber, que todo lo interpreta con la ética protestante del trabajo, no tenemos mucho ahora donde recurrir, salvo a la supuesta herencia latina del profesor español Enrique Gil Calvo y otros autores italianos y franceses.



La base de nuestros males sería la institución romana del evergata, un magistrado que adquiría autoridad por dar al pueblo pan y circo, y cuya expresión moderna sería la dilapidación de los fondos públicos y los espectáculos mediáticos. A ella se sumaría el clientelismo, que nació también en la Roma clásica, y que hoy se manifestaría en el caciquismo. A lo que el barroco añadiría la pompa cortesana y un feroz familiarismo que desemboca en las mafias. Y esas cuatro instituciones se reproducirían en el general populismo del presente y el consiguiente gobierno. Qué falta de respeto.



Ante tamaño despropósito me permito citar a Paul Krugman, cuya solución es más simple: todos somos keynesianos hoy, a lo menos cuando observamos nuestra propia economía (la norteamericana). Damos consejos antikeynesianos sólo a terceros países. Por consiguiente, el gobierno argentino, como los de todo país en una situación similar, no debería seguir los consejos de los sacerdotes del neoliberalismo (que se visten con ternos oscuros y viajan en primera clase), sino hacer justamente lo contrario, es decir, la reacción de las autoridades de Estados Unidos para enfrentar problemas parecidos, o sea, fomentar el consumo. Y, de paso, reforzarán la democracia en Argentina, Brasil y en todo el mundo en desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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