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No le pidamos pasión al matrimonio

Hace poco Tomás Moulian comentaba el alarmante crecimiento de la violencia intrafamiliar. Lo atribuía, entre otras cosas, al deterioro humano que produce la tremenda carga de proveer a una familia con demandas de educación y salud cada vez más costosas, y en un país con ambientes laborales competitivos e inestables. Eso es cierto, pero antes de la violencia llega el desamor. Administrar una casa en que siempre falta esto, lo otro y lo de más allá, en que se descomponen los artefactos, las instal


Las utopías no han muerto, sólo han cambiado de cuño. En Chile sigue vigente una que pretende conciliar el liberalismo económico desatado con el más duro conservadurismo social. La buena nueva ha sido proclamada: seréis felices en el paraíso del consumo, gozando de plenas libertades para elegir entre Coca Cola y Pepsi, entre Martini y Cinzano, entre Costa y Ambrosoli, pero no podréis tocar el fruto prohibido de la libertad sexual.



El molusco del sexo está en veda por tiempo indefinido, y cerrado el menú de opciones en el que uno podría escoger entre ser hétero, homo o bisexual, o todas las anteriores, o ninguna de ellas.



No, en materia de conducta sexual la utopía no acepta ninguna heterodoxia, ni siquiera el sexo solitario: sólo el matrimonio heterosexual, monógamo y eterno.



Se aceptan, sí, las imágenes del destape y la incitación al sexo, siempre que estén dentro de la publicidad y se emitan con el sagrado fin de aumentar las ventas. El mensaje publicitario, desde luego, es omnipresente. Hasta para vender una inocente galleta nos arrojan el anzuelo de un cuerpo exquisito, de una boca húmeda que se abre para morder el producto, de una lengua que lame sensualmente el relleno de chocolate, mientras la propietaria de la lengua entrecierra los ojos y emite un suavísimo jadeo.



Los administradores de la utopía neoconservadora nos intoxican con aperitivos sexuales, nos abren un apetito que no podemos satisfacer fornicando pero sí comprando las galletas, los cigarrillos, perfumes, desodorantes, gaseosas y otras porquerías asexuadas.



Bienvenido el sexo mientras el deseo se desplace hacia los objetos que ofrece el mercado, o mientras se realice dentro de la pareja unida en matrimonio civil y religioso, y con el estricto fin de procrear extensas proles que puedan engrosar las filas de los consumidores que harán subir el valor de las mercaderías, o aumentar el ejército de cesantes que hará bajar el precio del trabajo.



El problema está en que el deseo se desborda, se resiste a los modelos y a las prácticas de administración de los ingenieros comerciales y de los gendarmes morales, y termina dejando por todas partes sus manchas, sus residuos, sus efectos laterales no deseados.



La carga de violencia de nuestra sociedad bien puede tener que ver con esta sobreexcitación permanente, con la sobrecarga de estímulos sexuales y con la frustración que produce la oferta de una loción o un yogur como alternativa del orgasmo.



La otra opción, el matrimonio, a veces tampoco es sexualmente mucho más satisfactoria que un yogur publicitariamente erotizado.



Hace poco Tomás Moulian comentaba el alarmante crecimiento de la violencia intrafamiliar. Lo atribuía, entre otras cosas, al deterioro humano que produce la tremenda carga de proveer a una familia con demandas de educación y salud cada vez más costosas, y en un país con ambientes laborales competitivos e inestables.



Eso es cierto, pero antes de la violencia llega el desamor. Administrar una casa en que siempre falta esto, lo otro y lo de más allá, en que se descomponen los artefactos, las instalaciones y las cañerías y en que hay que estar contratando servicios cada vez más sofisticados, como conexiones a televisión por cable o internet, es un problema serio.



Mucho más complejo todavía es criar hijos, educarlos, corregirles las dislexias, discalculias, dislalias y todos los problemas que han emergido con los nuevos y afinados diagnósticos. Luego es un milagro conseguir que esos hijos sobrevivan a la adolescencia, a las depresiones, al estrés, a las carreras nocturnas en auto y a los revientes de fin de semana. Todas esas preocupaciones y exigencias no dejan tiempo ni espacio para el amor en la pareja.



De hecho, como señalan Evans y de la Parra en un libro sobre la sexualidad masculina, la pareja atenta contra la familia. Si el matrimonio se entrega a la pasión, necesariamente descuidará a los hijos.



Así, el matrimonio es, en el mejor de los casos, una sociedad conyugal, una asociación para mantener una casa, pagar las cuentas y los dividendos y educar a los hijos. Exigirle además amor o pasión es pedir demasiado.



Entonces ¿dónde saciar la sexualidad sobrestimulada por avisos comerciales, películas, modelos y promotoras? ¿Dónde descargar el orgasmo diferido por el consumo?



La utopía neoconservadora no resuelve esta demanda. Por eso vemos a los hombres revisando las ofertas de saunas y casas de masajes o llenando los cafés eróticos del centro. Los que no tienen los 500 pesos para la tacita de café miran desde fuera con cara de mendigos sexuales.



Por eso los oficinistas en cuanto pueden cierran las pantallas con información comercial y se conectan a la pornografía por internet. Por eso las mujeres abren su teléfono a la radio para contar intimidades y fantasías. La utopía conservadora está construyendo un país enfermo.



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