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La guerra de los tiempos

La administración de los tiempos, ya se sabe, conforma una de las artes más cotizadas y sutiles del quehacer político. Hay que ejercer la difícil destreza de desplegar en el mismo calendario iniciativas y proyectos que responden a ciclos cronológicos distintos, de tal manera que las urgencias se enlacen fluidamente con las tareas de medio plazo y éstas se desarrollen al servicio final de los objetivos de plazo más largo.


Cuatro convocatorias electorales en dos años tienen con los plomos casi fundidos a los actores políticos del país. No hay cuerpo que aguante este loco cronograma. Las cajas de los partidos se encuentran exhaustas y las motivaciones de los ciudadanos muestran números rojos ante las sucesivas oleadas de campañas y contracampañas que atribulan a la población.



Añádase a esta virtual carrera de obstáculos un cuadro obstinado de crisis económica, dos inviernos de diluvios televisados en directo y algunos feos nubarrones de escándalos: así se completa un escenario políticamente muy poco confortable.



Con razón ha dicho Patricio Aylwin que Lagos ha tenido en este año y medio mala fortuna. Incluso la visita presidencial a Perú para la asunción de mando de Alejandro Toledo, proyectada como histórica, ha quedado inesperadamente desvirtuada por el infausto affaire de Aero Continente. Ha sido muy mala suerte y los nervios afloran.



Lo cierto es que el gobierno transmite la sensación de estar entrampado en el día a día, de subirse a demasiadas micros en inorgánicas acciones de corto alcance. Hay mucha operación política y muy poca visión estratégica.



En temas tan centrales como la seguridad ciudadana, la reforma tributaria, la aplicación de las leyes laborales, el estatuto del pueblo mapuche, la compra de materiales bélicos, al Ejecutivo no se le ve dueño de un guión que le permita articular cómoda y coherentemente sus acciones y darles sentido ante la opinión pública. Se procede reactivamente y a bandazos y se aceptan, bajo presión o bajo urgencia, fórmulas fáciles para salir del apuro.



Hay, pues, un exceso de menudeo político y un grave déficit de elaboración estratégica. La nube de expertos (el famoso segundo piso de la Moneda y sus asociados) tiende a vender una mercancía tocada por la obsesión de los resultados inmediatos. Es lógico: en un escenario de continuos sobresaltos, el éxito del día a día es casi la única garantía de sobrevivencia en palacio.



Esta empantanada situación política de agitación y confusión constituye en el fondo una guerra de tiempos. Creo que ahí reside la clave más determinante para entender y analizar lo que acontece en este momento en el espacio público de Chile.



La administración de los tiempos, ya se sabe, conforma una de las artes más cotizadas y sutiles del quehacer político. Hay que ejercer la difícil destreza de desplegar en el mismo calendario iniciativas y proyectos que responden a ciclos cronológicos distintos, de tal manera que las urgencias se enlacen fluidamente con las tareas de medio plazo y éstas se desarrollen al servicio final de los objetivos de plazo más largo.



Naturalmente sobre cualquier calendario, por flexible y astuto que sea, se ciernen los ruidos y los desafinamientos invitando a perder la melodía. El proyecto general tiende a diluirse y entonces la política puede caer en el cándido y bomberil mecanismo del estímulo-respuesta. El discurso deviene, así, en receta; la participación en espectáculo; lo público en publicitario.



Esta política que se dice eficiente y que resulta más bien efectista, configura la tentación más mostrenca de los actuales personeros públicos. Creo que el gobierno de Ricardo Lagos ha picado demasiadas veces en este apetitoso cebo tan cercano al populismo. La imprescindible dedicación a las necesidades concretas de la gente, la obligada presencia de los servidores del Estado en el lugar de los problemas, no se puede confundir con un concepto meramente cosista de la acción pública.



Faltan aún cuatro meses para las últimas elecciones de este agitadísimo bienio y después faltarán cuatro años de espacio político seguramente más despejado. Durante estos períodos, el gobierno, sin dejar de comprometerse en las tremendas urgencias de tantos chilenos desvalidos, debe reforzar los ejes estratégicos de su gestión: aquellas líneas fundamentales que configuran y de alguna manera hacen ya presente el perfil de la sociedad que se desea para el futuro a que alcanza nuestro actual horizonte.



Esta es la manera como Ricardo Lagos puede instalar productivamente su sexenio en la historia, la manera también como terminar con éxito el gobierno de la Concertación III.



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