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La palabra en campaña


Hace años, los hombres valían por sus palabras. Las palabras que eran, también, compromisos, referencias a las que acudir, promesas. Tal vez por eso la política era tan dependiente de la oratoria: en la palabra estaba la llave de la confianza: seducir, sí, pero después responder por lo dicho. O confiar en la fullería del discurso, con el peligro de ser acusado.



Hoy día -y pensando con asomo de pesadilla en la campaña electoral que se nos va a caer encima- los políticos construyen sus discursos, en buena parte, a partir de focus groups, a su vez dirigidos y digeridos por asesores o empresas contratadas que, al final de cuentas, le presentan el menú de lo que debe decir: tanto de esto, un poco más de aquello: recetas de platos fríos y rápidos. Fast food. Comida chatarra. Indigestión probable.



La Democracia Cristiana ya anuncia que su campaña estará centrada en el tema del empleo. La Alianza por Chile por supuesto que ahí va a afirmar su discurso: los problemas de la gente que, hoy día, son el desempleo, las cuotas que no se pueden pagar, la crisis y los bolsillos planchados. Los socialistas -supongo, por lo de la historia, pero en el PS nunca se sabe- tendrán que pensar en los desposeídos, en los cesantes y hablarle a esa gente. El PPD estrenará un león que, por muy caricaturesco que parece, deduzco que no andará hablando de Blanca Nieves y los siete enanos. ¿Los radicales? Bueno, no exageremos con el examen. Y los comunistas, para qué decir: si para ellos todo está mal y sanseacabó.



En síntesis, por unos cuantos meses los pobres van a ser tema de palabreo, spots, debates y miradas serias, profundas y hasta compungidas en los foros televisivos. Algunos ya están ensayando frente al espejo esa mueca sutil que acentúa esas arrugas que tan bien lucen cuando se habla de los pobres. Ä„Ah! Y ladear un poco la cabeza -así-, como para demostrar que el tema desacomoda el equilibrio de la sociedad y, también, la paz interior del candidato.



Estaremos enfrentados, entonces, a discursos sobre la pobreza y los marginados elaborados, obviamente, por asesores y por expertos que nunca han pisado un barrio pobre. Son esos especialistas en estadísticas, que nutren sus conocimientos sobre el tema con esa última encuesta que encargó esa empresa para saber sobre las preferencias de las margarinas en el C2, C3 y D.



Los mismos que a la hora de los quiubos, en las conversaciones de sobremesa, entre amigos, sueltan la papa y se despachan esas consignas contra los rotos, aseguran que la delincuencia es una cuestión de clase y sueñan con un Chile pujante a través de la desaparición de los cinco millones de pobres. ¿A través de qué mecanismo? No. Mejor ni preguntarles, porque pueden terminar proporcionando detalles.



La pobreza como concepto, como elaboración estadística, como esa cifra que tras múltiples operaciones es un porcentaje, no tiene rostro. Es una reducción inhumana, porque no se nutre de la realidad de las personas. Si en verdad la pobreza importara tanto a nuestros políticos -y se podría decir lo mismo de nuestros empresarios, por cierto- uno, al menos uno, debería ya haber propuesto la reducción de las dietas de senadores y diputados. ¿O será que el que lo haga se expone a represalias?



El único -primero y último- que tuvo un gesto así de nobleza fue Mario Palestro. Recién instalada la democracia -bueno, esta transición de pesadilla, de embarazo que se prolonga por años mientras al feto le crecen uñas, dientes y barba-, los «honorables» alcanzaron su primer consenso: subirse la dieta.



Palestro se opuso, alegando que ya recibían «mucho». Sé que es injusto hacer esta reducción, pero uno podría apostar a que una cierta manera de ver a los pobres, de sentir a los pobres, murió con Mario Palestro y se fue de la política cuando a él «lo fueron» de la política. Tal vez porque habló demasiado.



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