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Antiguamente

A la patria se la quiere en silencio. Y se sufre por ella. Hay que desconfiar de los patriotas de voz en cuello. Ya lo dijo Voltaire: «El que arde con la ambición de ser edil, tribuno, pretor, cónsul, dictador, grita que ama a su patria y no se ama más que a sí mismo». Ojo, entonces, con la campaña electoral.


El mes de septiembre se nos instala en el living de la casa como una visita impertinente: llegó sin que nadie lo invitara, no se quiere ir y se come la merienda que justo habíamos sacado de la despensa para disfrutar sosegadamente.



Peor: de vez en cuando le da por entonar himnos y marchar al paso del ganso, casi encima de nuestras cabezas, cuando simplemente pretendíamos recordar. Recordar en silencio a los de antes, a los antiguos, a los que algo hicieron por este país. Señores y señoras no necesariamente de uniforme. Ciudadanos no sólo de la guerra, sino también de la palabra y las obras. O gente simple, sin obras ni escritos, sin batallas en el cuerpo y sin diplomas más que una vida de esfuerzo.



No sé por qué justo en esta línea me da por pensar en los pescadores que están desaparecidos en los mares de la Undécima región y en el cuerpo rescatado esta mañana de uno de ellos en el canal Moraleda. Me lo imagino transparente, como el agua, y me digo que por qué no ha de haber sido tan patriota como el que más, y vuelvo a citar en mi cabeza lo que escribiera Albert Camus en octubre de 1944, cuando París había sido liberado hacía dos meses de la ocupación alemana: «Fue asombroso que muchos hombres que entraron en la resistencia no fueran patriotas de profesión. Pero el patriotismo, en primer lugar, no es un profesión. Es una manera de amar a su país que consiste en no quererlo injusto y en decírselo».



Entonces, aquí, cuando aparecen sujetos que hablan del «mes de la patria nuestra», uno sospecha que se refieren a la patria de ellos, no la de todos. Y una patria de pocos, que mira con desdén a los otros -que, en rigor, para ellos, sobran-, es por definición una patria injusta.

Seguro que algunos querrán remontarse a los sesenta y decir que allí, en el congreso de Chillán, en Piedra Roja o en los jeans pata de elefante se incubó el concepto de patria propia. Una patria barbuda y de fusil, sólo para algunos. Una patria sin represión y dispuesta al goce, dirán otros.

El punto es cómo volver a creer en una patria de todos. Mal que mal, señores que hicieron gárgaras con el tema de la patria y el patriotismo fueron Jorge Martínez Bush y su discípulo, Jorge Arancibia. Y esos dos, si no me equivoco, cuando tuvieron al país en sus manos no fueron dados al ambiente acogedor, a compartir el living, sino que avalaron lo peor.



Mientras Martínez -ya más viejo y, por lo tanto, deslenguado- en aras del patriotismo incluso se atreve a dar estocadas a Sebastián Piñera, Arancibia aún mantiene -a pesar de ciertas rabietas- un aire dulzón, mezcla de galantería marinera y espíritu domado por los cócteles, aire que todos deseamos que no pierda nunca, porque tener dos Martínez sobre cubierta sería como mucho.



Resumo: a la patria se la quiere en silencio. Y se sufre por ella. Hay que desconfiar de los patriotas de voz en cuello. Ya lo dijo Voltaire: «El que arde con la ambición de ser edil, tribuno, pretor, cónsul, dictador, grita que ama a su patria y no se ama más que a sí mismo». Ojo, entonces, con la campaña electoral.



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