Publicidad

Un martes 11 de septiembre

La teoría política nos enseña que no hay más de dos maneras de dirimir nuestras diferencias en intereses e ideas: la política o la guerra. Somos gregarios porque sólo así podemos sobrevivir y vivir bien. Eso nos lo dicen los instintos. Pero nos sabemos cómo hacerlo.


Martes, día de marte, dios de la guerra. La coincidencia macabra y expresiva, como sólo los símbolos pueden serlo, se impuso. El martes es el día de la guerra, y así fue en 1973. Y volvió a serlo el 2001.



Martes 11 de septiembre, mes que separa ya no dos estaciones, sino dos mundos. Dos Chiles fueron divididos marcialmente en 1973. Y la locura homicida separará un antes y un después en la historia contemporánea, en un día de la guerra del 2001.



Un martes 11 de septiembre de 1973 pudimos contemplar nuestra Moneda en llamas. Y en su incendio se desmoronó nuestra democracia. Un martes 11 de septiembre de 2001 recordaremos las Torres Gemelas ardiendo. En su desmoronamiento se anunció el fin de la ilusión de un mundo seguro tras el fin de la guerra fría.



Lo sabíamos, pero otra cosa fue verlo en tiempo real. No hay paz en el mundo. Las imágenes, además, ya no eran de un lejano conflicto étnico-religioso en Asia, ni de hambrunas y guerras fratricidas en Africa, ni de violencia en los Balcanes, ni de narcotráfico y guerrilla en América del Sur. Eran los centros del poder financiero y del poder político-militar los que ardían.



Y la violencia de Marte, cuando se despliega furiosa, no distingue civiles de militares, beligerantes de neutrales, justos de culpables. De hecho, sabemos que de cada diez personas que mueren en la guerra ocho son mujeres y niños. Y vimos en Nueva York a madres llorando, mientras protegían a sus hijos entre sus brazos.



Por eso quizá existe la bella historia de esas mujeres de la antigüedad que se negaron a hacer más el amor si sus maridos seguían haciendo la guerra.



La guerra, es decir la ausencia violenta de la paz, nos acompaña desde los albores de la humanidad. Los primeros textos escritos que encontramos relatan la guerra de un rey sumerio que mandó sacar los ojos de sus enemigos derrotados. Nabucodonosor, el poderoso héroe guerrero y soberano babilonio, en su campaña contra Egipto atravesó la tierra prometida, destruyó Jerusalén en el año 586 a.C., cegó a su rey Sedecías y llevó a los judíos cautivos a Babilonia.



Fue tal el horror que ese pueblo tomó la decisión de escribir la historia de una alianza entre una nación y su Dios. Y no han parado de peregrinar, de sufrir la guerra y practicar también la violencia.



Civilización y barbarie, guerra y paz, unidas. ¿Por qué? No lo sabemos a ciencia cierta.



La teoría política nos enseña que no hay más de dos maneras de dirimir nuestras diferencias en intereses e ideas: la política o la guerra. Somos gregarios porque sólo así podemos sobrevivir y vivir bien. Eso nos lo dicen los instintos. Pero no sabemos cómo hacerlo.



¿Cuál es la mejor forma de organizarnos, se pregunta el ciudadano? Surge así la política. Y el conflicto se produce cuando nos disputamos valores escasos, como son el respeto y la autoridad, o bienes siempre insuficientes, como los económicos.



Somos guerreros cuando decidimos resolver nuestras diferencias con la fuerza de las armas, y somos políticos cuando lo hacemos mediante el diálogo y el acuerdo pacífico. Cuando el fusil habla hace una mala metáfora, pues solo vomita fuego y acero mientras las voces callan.



Cuando los chilenos dejamos de creer en el poder de las palabras y en la bondad de los acuerdos, la violencia asesina llegó. El dilema es y será siempre entre guerra y paz, violencia o política.



Judíos y palestinos, turcos y kurdos, musulmanes y cristianos, protestantes y católicos, indios y paquistaníes, chinos y taiwaneses, peruanos y ecuatorianos, talibán y afganos moderados, sunnitas y shiítas, todos deben optar: la guerra o la paz. Y la paz tiene un precio.



Los chilenos nacidos en el siglo 20 no olvidaremos el martes 11 de septiembre de 1973. Los norteamericanos de principios del siglo XXI no olvidarán el martes once de septiembre del 2001.



Espero que entre los humos de edificios en llamas surja la luz del mediodía de la humanidad. Esa luz que ilumina la verdad según la cual siempre debemos buscar los caminos de la paz, que son los de la política, para evitar el callejón sin salida de la guerra.



Que esa sea la lección del martes, del día de la guerra. Así y sólo así podremos disfrutar la llegada del viernes, día de la diosa de la belleza que sólo regala la vida.



Así y solo así, recordando el horror de la guerra, podremos esperar que la paz llegue el domingo, el día del Señor.





* Director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).
_____________________



Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias