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Las nuevas geometrías del caos


«Para los ciegos todos los sucesos son repentinos», sentenció Marshall McLuhan hace ya más de tres décadas. Políticamente, lo más insólito de la crisis extrema del 11 de septiembre es que sorprendió al gobierno de los Estados Unidos en blanco total.



El presidente no tuvo para este caso de inédita peligrosidad ni guión, ni pautas orientadoras específicas. Se vio obligado a aplicar el discurso expeditivo del orgullo americano y de la guerra contra los enemigos de la civilización. No había materia gris de última generación en la mochila del Tío Sam: la CIA, el Departamento de Estado, y no digamos el Pentágono, carecían de papeles al día para ofrecer cursos de acción o sencillamente se les habían perdido.



Así han llegado a cometer torpezas tan flagrantes como denominar Justicia Infinita a la publicitada operación de castigo; a promover la defensa mediante el uso de armas de fuego dentro de las aeronaves; a poblar las pantallas de portaviones, de generales y de eslóganes de venganza. Todo muy far west, muy wanted, con un enemigo número uno al otro lado de la calle mayor que, más bien tarde que pronto (así lo reconoció el propio Bush), será ritualmente abatido con todos sus compinches por los disparos infalibles del carismático sheriff.



Pero el horror de los Boeing enloquecidos, la crueldad deliberada de unos mártires que esperan el paraíso a la otra orilla del apocalipsis, no se remedian con fórmulas sumarias de toma y daca. Lo que se ha evidenciado en esta coyuntura de destructivos tanques y de desconciertos políticos es aquello que los equipos pensantes de los organismos de inteligencia y de las cancillerías no han podido (o acaso no han querido) hasta ahora ver: que el llamado Nuevo Orden Internacional (aquel del viejo Bush padre después de la Guerra del Golfo) ha degenerado en un desorden mundial galopante; que el siglo XXI que prometía beneficiarse con una lenitiva pax americana de sonrisa dentífrica, se está inaugurando bajo el signo masivo de la inseguridad, bajo la mueca mil veces repetida del dolor y del asombro.



Durante los años 80 se especuló abundantemente sobre la teoría del caos. Mucho se oyó hablar entonces del efecto mariposa (un efímero aleteo producido en los suburbios de Bagdag se puede convertir en un tornado en el corazón de Nueva York). Pero debido al acoso cada vez más efectivo de la globalización, esta idea casi poética se ha hecho realidad amenazante aquí y ahora y muchas mariposas baten sus peligrosas alas derramando negras semillas de incertidumbre. No es casualidad que los grandes héroes sobre Manhattan están siendo en estas semanas los admirables bomberos neoyorquinos. Representan una respuesta simbólica para una época imaginada popularmente como de desastres excesivos e imprevisibles.



Incluso la high-tech inventada para dominar y controlar el presente (mediante el on line, la Internet, el tiempo real y los distintos mecanismos de feed back) ha actuado como boomerang, al permitir acciones concertadas y teledirigidas contra el sistema, que permanecen en la invisibilidad. Ahí instalan sus complejas redes el terrorismo, las mafias en sus diversas versiones y grados.



Por supuesto que el viejo disciplinamiento del mundo a través de fronteras, ideologías, estados nacionales, policías, ejércitos, queda cuestionado (se encontraba cuestionado desde hacía tiempo). El ultimísimo orden imperial bajo una hiperpotencia exitosa convencida casi mesiánicamente de su misión histórica de cara al siglo XXI, alberga por paradoja un potencial irresistible de anarquía. No cabe leer tal situación propiamente como un choque de civilizaciones, ni siquiera sólo como un enfrentamiento de modelos de sociedad, sino que más bien se trata de una lenta y laboriosa competencia de legitimidades.



Ahí reside el problema más radical, el ser o el no ser de la convivencia humana de cara al futuro. El eje del orden internacional gira en torno al desarrollo de una legitimidad compartida. Así se hizo (claro que de manera muy restringida) en el Congreso de Viena de 1815, después de la caída del imperio napoleónico; así se intentó, tras la Primera Guerra Mundial, en el Tratado de Versalles y, con mayor éxito, en San Francisco, en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial, con la creación de las Naciones Unidas.



Ahora se precisa reconfigurar una legitimidad a la altura de los tiempos, dentro de un marco mucho más complejo y dinámico. Se trata de una legitimidad inclusiva y dialogante multicultural y pluricéntrica y, desde luego, una legitimidad horizontal y democrática, no sólo al interior de cada país, sino de todos los países entre sí.



Ciertamente hay que hacer justicia contra los culpables, sean cuales fueren sus motivaciones, pero no es el momento de declaraciones de guerras imposibles, que van a estimular con sus más que probables desafueros la cadena de los odios. Guste o no guste, y por el bien del futuro que debemos a las siguientes generaciones, ésta es la hora de la construcción política, de la imaginación ecuménica, de la alianza para la paz y no del frente para la guerra.



Sólo desde las lágrimas por los inocentes, desde todas las lágrimas de todos los inocentes, se puede construir la convivencia para un abierto multimundo. Las flores y las velas encendidas de Nueva York y Washington son ya una esperanza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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