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La pobreza de la respuesta eficaz de Occidente

La decadencia de una civilización empieza cuando el conjunto de respuestas elaboradas dejan definitivamente de ser convincentes, no sólo porque no son aceptables desde una perspectiva lógica, sino más aún, porque no se verifican en la realidad.


Transcurridos ya algunos días después del ataque terrorista a las Torres Gemelas y al menos espectacular ataque al Pentágono, el reposo de las emociones fuertes va dando paso a una reflexión más distanciada pero no poco sombría y preocupante acerca del estado de nuestra civilización y su capacidad de generar respuestas adecuadas ante los desafíos que debe cotidianamente enfrentar, muchos de los cuales, el terrorismo por ejemplo, son extraordinariamente complejos.



Una civilización es, entre otras cosas, un sistema de respuestas más o menos complejas según el grado de desarrollo de la civilización en cuestión. Así, por ejemplo, una teocracia como el Islam o como fue la Edad Media, construía sus respuestas a partir de la creencia religiosa en Alá o en Jesucristo Hijo de Dios. En dichas teocracias, todo el ordenamiento social y político, la educación y la construcción arquitectónica, así como el desarrollo del conocimiento se ordenaban en torno a los libros sagrados, el Corán o la Biblia, o una particular interpretación de éstos. Eran construcciones socioculturales atravesadas vertical y horizontalmente por una cosmovisión místico-religiosa del mundo.



A la decadencia y agotamiento de estas teocracias sucedió un nuevo orden civilizacional, la Modernidad, en el que fue operando un distanciamiento y una ruptura con esta visión religiosa del mundo, lo que autores como Weber denominan «desencantamiento del mundo».



La Modernidad era -y yo pienso que aún lo es- un proyecto emancipador de las potencialidades humanas extraordinariamente ambicioso. La Revolución Francesa nos introdujo en la idea y en la posibilidad de que, mediante el ejercicio del poder -democrático o autoritario- era posible construir una sociedad justa, libre y fraterna, lo que significaba superar la visión de que había que aceptar humildemente el orden aristocrático y clerical, así como las condiciones sociales heredadas.



La Revolución Industrial derribaría las barreras del hambre, la miseria y las limitaciones económicas y nos permitía imaginar el futuro sin el peso de la escasez. La Revolución Científica y la Ilustración nos convocaban al pensamiento libre y al desarrollo de las fuerzas creadoras de la imaginación, así como a la superación de las grandes pestes y miserias humanas que asolaban la Europa Medieval. En otras palabras, el optimismo ilustrado de la Modernidad, mediante el optimismo científico y técnico, había previsto horizontes paradisíacos para la Humanidad.



Ahora bien, es muy importante señalar la importancia de entender una civilización como un sistema de respuestas a las preguntas que siempre se han planteado hombres y mujeres por el sólo hecho de existir, tener conciencia de sí, de los otros y del mundo circundante.



Si recordamos nuestros primeros años o los de aquellos niños que nos ha tocado acompañar en su propio proceso de formación, podremos concordar que su incorporación al mundo civil adulto opera mediante el mecanismo pregunta-respuesta. Si ante las preguntas que nos planteamos, las respuestas son convincentes y en el transcurso de nuestras vidas vemos operar esas respuestas, entonces el orden civilizacional está asegurado puesto que opera eficazmente. La decadencia de una civilización empieza cuando el conjunto de respuestas elaboradas dejan definitivamente de ser convincentes, no sólo porque no son aceptables desde una perspectiva lógica, sino más aún, porque no se verifican en la realidad.



Para muchos hijos de la Modernidad, la Civilización Occidental, construcción moderna por excelencia, se había logrado constituir en el más complejo y acabado sistema de respuestas frente a cuestiones sustantivas y no sustantivas de la existencia humana. Sin embargo, ante la crisis internacional provocada por la hecatombe de las Torres Gemelas, el Presidente Bush y todo su entorno político, así como la vieja y culta Europa, nos han dado una decepcionante sorpresa.



Los optimistas y militantes a toda prueba de la modernidad, esperaban una respuesta coherente con la complejidad de la civilización occidental y con el problema que se enfrentaba, así como, en conformidad con las ambiciosas metas que la Modernidad se ha propuesto desde sus orígenes.



Se esperaba una reflexión acerca de los factores que explican el fenómeno del terrorismo islámico, las implicancias de la política norteamericana en el Medio Oriente, el financiamiento del radicalismo suicida como arma anticomunista, la delicada cuestión palestina, etcétera. Al mismo tiempo se esperaba una respuesta a la altura de los fundamentos constitutivos del modelo occidental al que la sociedad norteamericana ha contribuido significativamente a desarrollar, a saber, las libertades individuales, la democracia, el respeto a los derechos fundamentales, la aplicación de la justicia integral.



Muy por el contrario, el Presidente Bush ha llamado a una «cruzada» contra el terrorismo y ha hablado de «justicia infinita» al mejor estilo de los predicadores religiosos. Asimismo, ha declarado que «se está con nosotros o se está con el terrorismo», lo que nos recuerda una sentencia evangélica de Jesús cuando al referirse al dios dinero decía «o se recoge conmigo o se desparrama». Su moderno traje y su corbata a la moda, no lograban ocultar el aire de comandante medieval cruzado que sus ojos destilaban en su aplaudido discurso ante el Congreso de la más desarrollada democracia moderna.



No sólo esto. También se ha hablado de la posibilidad de utilizar la bomba atómica y de revisar la legislación que regula el accionar de los agentes de la CIA, en el sentido de que no se descartaba la posibilidad de autorizar el asesinato por parte de estos agentes. Nos guste o no, independiente de toda consideración respecto a la magnitud de los actos terroristas, nada de lo que ha planteado Bush podría considerarse radicalmente moderno.



Más sorprendente ha sido la posición de la vieja Europa, la que se ha alineado sin quebrantos ni meditaciones a esta teocrática línea argumentativa. Tony Blair, escuchando al Presidente Bush en el Capitolio, no parecía el representante del antiguo Imperio Británico que conociera la gloria de un Adam Smith, o de un John Maynard Keynes o de Thomas Looke o John Stuart Mill, ni de un Winston Churchill, sino más bien un entusiasta monje templario escuchando a su general cruzado.



Como lo plantea un interesante artículo aparecido en El País del 21 de septiembre («Atenas y Roma ¿Otra Vez?», de N. Birnbaum), Estados Unidos al igual que su predecesor histórico, Roma, ha ido perdiendo su dependencia espiritual de sus fuentes originarias. En Roma esa dependencia desapareció cuando Atenas se resignó a la insignificancia. Hoy Europa, esa antigua Atenas contemporánea, referente cultural y multifacético, también se ha resignando a un papel secundario e insignificante.



¿De qué otra manera se puede explicar el cheque en blanco que la OTAN le entregó inicialmente al Presidente Bush, a pesar de la oposición expresa de los belgas y los holandeses, las dudas del canciller alemán y su ministro de Relaciones Exteriores y las declaraciones de Jospin de que Francia no estaba en guerra?



En materia económica, la respuesta no deja menos sin aliento a cualquier observador medianamente ilustrado.



Desde 1998, con la crisis asiática la economía mundial viene declinando y la desaceleración de Estados Unidos ya se estaba convirtiendo en recesión. La incapacidad del gobierno de Bush por remontar esta situación ha encontrado en los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono una inmejorable oportunidad, no sólo para ocultar el fracaso de la política económica que favorece la globalización en curso, sino también para recurrir a un mecanismo de probada efectividad: la Guerra.



De esta manera se matan dos pájaros con un solo tiro. Por una parte, si la recesión viene y es inevitable, los atentados terroristas exculparían de responsabilidad a un gobierno que se encontraba en evidentes dificultades, pues el malo del western ahora sería Osama Bin Laden. Por otra parte, y en el mejor de los casos, si los gastos militares prueban ser eficazmente anti recesión, se abriría la posibilidad de sacar a la economía mundial del estancamiento, al menos por algún tiempo y así proseguir con el modelo de globalización financiera.



En cualquiera de estos dos escenarios posibles, la Administración Bush saldría muy bien parada.



En materia política, el ocaso de las Torres Gemelas dio al Presidente Bush y a sus asesores en marketing una inmejorable oportunidad de subir en las encuestas llegando al 91% de aprobación popular y posicionarse de manera espectacular en la política americana, así como en el contexto internacional, para imponer unilateralmente su política internacional.



Considérese que su padre llegó sólo al 89% con la Guerra del Golfo. El recurso a la jerga fácil y populista buscando saciar el hambre de venganza creado por los medios de comunicación y el lenguaje agresivo del Presidente, al estilo de las demandas de sangre que operaban en el antiguo Imperio Romano, deja un gran vacío de Modernidad, progreso espiritual y estatura política que cualquier líder mundial debería tener y hacer valer.



En Chile las cosa no han sido muy diferentes, el Presidente Lagos una vez más ha decepcionado.



En algún momento imaginábamos a Ricardo Lagos -al que se le reconoce un importante grado de sofisticación intelectual- convocando a un liderazgo latinoamericano con miras a posicionar una visión lúcida y llamando al mundo a una mirada más profunda, hacia los grandes valores heredados por una América Latina que, a pesar de sus grandes problemas, a podido vivir y solucionar sus conflictos sin el recurso a grandes confrontaciones militares.



No obstante, se ha preferido el bajo perfil, sumarse a la mayoría y lo que es peor, se ha aprovechado esta coyuntura para ocultar el fracaso de su política económica para sacar al país de la recesión.



Al respecto el Ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, ha dicho «es inminente una recesión mundial», ajustando la tasa de crecimiento al 3,5% debido a la guerra inminente, cuando todos sabíamos que esa era ya la tasa real antes del ataque a las torres.



De esta manera también, el ministro se hace eco de un consenso profesional que está apoyado por mecanismos analíticos elementales y a estas alturas casi supersticiosos, pues no existe evidencia alguna para proyectar el impacto de estos últimos y violentos acontecimientos sobre la economía mundial. Lo más grave es que se ha aprovechado la oportunidad no sólo para ocultar una política económica mediocre, sino también para consolidar una estrategia de presupuesto fiscal alineado a los dictámenes del Fondo Monetario Internacional.



Lamentablemente, las respuestas que produce la civilización occidental cada vez son menos convincentes. La guerra podrá incrementar el PIB de las naciones, porque nadie descuenta del ingreso producido la destrucción que la producción de armas conlleva y ningún economista valorará la perdida de vidas ni el dolor causado por éstas. Tampoco se va a descontar de la producción de armas lo que se denomina como el «costo de oportunidad» de dejar de invertir en educación, salud, investigación, cultura, etcétera.



Eso sí, cada día los ciudadanos de este mundo van tristemente corroborando que el progreso prometido no llega, que crece la pobreza y se acumulan violencias, y así el hombre moderno va perdiendo las certezas que otrora movilizaron la conciencia universal y el soporte de la civilización, a saber, la credibilidad de los ciudadanos se va perdiendo irremediablemente.



Lo anterior se debe en parte a que, como sostiene John Ralston Saul («Los Bastardos de Voltaire», 1992), los «especialistas» que circulan en Washington, Bruselas, París, Londres, Yakarta, Ottawa, Madrid o Buenos Aires, han perdido complejidad y hacen circular los mismos informes, reiterando los mismos razonamientos y obteniendo los mismos malos resultados que van debilitando las certezas construidas en torno a la razón, la ciencia y la tecnología. De esta manera, la civilización occidental se va debilitando y se comienzan a legitimar las respuestas para escenarios de barbarie, matar, robar, traicionar, etcétera.



¿Se aproxima la primera guerra del siglo XXI? ¿Querrá decir todo esto que debemos decir adiós a la Modernidad y que, como se pregunta Umberto Eco, hemos entrado ya en una Nueva Edad Media?



En todo caso, si Eco tiene razón, no estamos en una época de pleno florecimiento, como fue la Edad Media, que va desde el año 1.000 hasta la época del humanismo, sino que en una etapa mucho más parecida a la época oscura de la vieja Edad Media, que va desde la caída del Imperio Romano de Occidente hasta el año 1.000, que fue una época de crisis, de decadencia, de violencia y de choque de culturas.



Sea o no sea este, nuestro tiempo, el monentum final de la decadencia de la Civilización Occidental, está claro que los nuevos escenarios civilizatorios van a depender mucho de las opciones que hoy se tomen y de los caminos que se busquen. En cualquier evento, aunque se postule o no la imposibilidad de salvar al Occidente, cualquier nueva construcción civilizacional deberá recoger una parte importante de la herencia cultural de la civilización precedente.



De allí que sea imprescindible reafirmar a todo evento -aunque con menos soberbia y pretensión de totalidad- algunas de las grandes conquistas que lograra la humanidad con el advenimiento de la Modernidad, a saber: la democracia como forma de gobierno frente a cualquier totalitarismo, la reafirmación de los derechos humanos como ética de comportamiento, el imperio de la justicia en la gestión pública y la libertad como marco regulador de las operaciones para todas las personas.



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Marcel Claude es economista y director ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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