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Es un escándalo que un obispo y alto dignatario de la iglesia católica anuncie a los cuatro vientos que no se acatará el veredicto de los tribunales. Debiera serlo en un país normal, pero éste, al parecer no lo es, ya que por el momento ninguna autoridad ha reaccionado ante ese abierto desafío y la propia justicia, tan celosa a veces, parece que prefiere mirar hacia otro lado.


No sé porqué será, pero el obispo de Punta Arenas, Tomás González, es un ser que irrita. Tal vez ocurre con él lo que pasa con todo sujeto que sabe que posee un cierto grado de poder, y por el hábito de usarlo cree que la impunidad es consustancial al poder y no se esconde en jactarse de ella, de desafiar con ella.



El asunto del cura de Porvenir, Antonio Larraín Pérez-Cotapos, sometido a proceso por abusos sexuales contra menores del colegio que dirige, ha mostrado el rostro duro e inflexible del «padre obispo», como González gusta que le llamen. Ha insistido en que su amigo es inocente -nada reprochable-, pero ha reiterado que no aceptará el veredicto de los tribunales y que, por cierto, no se le seguirá al cura Larraín un proceso según el derecho canónico.



Larraín no ha sido sentenciado por ahora, así que debe presumirse su inocencia. Pero el que haya sido sometido a proceso significa que la jueza ha encontrado antecedentes que lo convierten a lo menos en sospechoso.



Es un escándalo que su superior, un obispo y alto dignatario de la iglesia católica, anuncie a los cuatro vientos que no se acatará el veredicto de los tribunales. Debiera serlo en un país normal, pero éste, al parecer no lo es, ya que por el momento ninguna autoridad ha reaccionado ante ese abierto desafío y la propia justicia, tan celosa a veces, parece que prefiere mirar hacia otro lado.



González ha recurrido al más bajo argumento para defender a su cura: atacar a los niños abusados y a sus familias. Ha insistido en que hay que averiguar quiénes son los «padres biológicos» de los menores. Uno tiene, entonces, todo el derecho de empezar a preguntar por todos los antepasados del mismo González. ¿Por qué no, si él ha llevado el asunto a ese terreno?



El obispo de Punta Arenas ha repetido que no importa la justicia de los hombres, sino la justicia divina. Uno podría encontrar algunos puntos de conexión con Osama Bin Laden, pero mejor dejar eso por ahora.

Precisemos: habla en primer lugar de una justicia que nadie ha probado que exista, lo que resulta de una comodidad insultante. Habría de decir desde ya que todos los delincuentes podrían empezar a exigir ser sometidos sólo a esa eventual justicia.



González es contradictorio. No hace poco ha pedido la reapertura en los tribunales -los de la justicia de los hombres- del caso del atentado perpetrado por militares contra una parroquia de Punta Arenas durante la dictadura de Pinochet. En este caso particular el obispo exige justicia terrenal, y no se conforma, como pide que se conformen las víctimas de las supuestas violaciones del cura Larraín, con la justicia divina. ¿En qué quedamos?



El «padre obispo» es salesiano, congregación dada a la educación. Uno tendería a pensar que por trabajar con niños tendría una preocupación celosa por sancionar delitos como los denunciados, y por lo tanto estar abierto a investigar y sancionar a los eventuales responsables de violaciones de menores en vez de negarse a la justicia.



González ha dicho, altanero, que a quienes no les guste pueden retirar a sus hijos de los colegios salesianos.



Desde ya habría que decir que sí, que se impone retirar a los niños de colegios donde el obispo González ejerza alguna autoridad, porque a lo menos en esos establecimientos no existen garantías de que se ejerza justicia ni de que se enseñe el principio humano -y democrático- más esencial: que todos los seres humanos valen igual, aunque porten sotana.



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