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Ocho años de la ley indígena

Los indígenas no son colonias. Son pueblos con identidad propia, con idioma y culturas milenarias, con una religión y una cosmovisión propias, y el Estado de Chile demoró exactamente 183 años, desde 1810 hasta 1993, en reconocer su existencia a través de la Ley 19.253.


El 5 de octubre pasado se cumplieron ocho años de vigencia de la Ley 19.253 sobre Pueblos Indígenas, que fue aprobada por el Congreso Nacional y promulgada en Nueva Imperial por el Presidente Patricio Aylwin en 1993.



En los últimos cincuenta años de historia, esta ley que reconoce la existencia de las diversos pueblos ancestrales es sin duda uno de los más importantes instrumentos jurídicos con que cuentan los indígenas de Chile para hacer prevalecer sus derechos. Aún así, es una ley perfeccionable, especialmente en la idea de fortalecer sus normas para extender tales derechos.



A propósito de este nuevo aniversario de la ley, algunos editorialistas de medios escritos conservadores renuevan su crítica a la política de la Concertación respecto del mundo indígena, calificándola como un «gravísimo error». Por cierto, es importante destacar que esta ley nace como resultado de un acuerdo entre los pueblos indígenas y la Concertación democrática en 1989, y tuvieron que transcurrir cuatro años de debate social, jurídico y político, antes de que fuera aprobada y promulgada.



En lo sustancial, la norma es una conquista democrática que reemplazó al decreto ley 2.568, el cual amparó durante la dictadura la usurpación legal de los territorios indígenas del sur y facilitó la represión de los derechos ancestrales de nuestras comunidades. Nada de esto dicen los críticos conservadores.



Ellos señalan que ahí «donde hay un problema de pobreza, la autoridad ha provocado artificialmente un conflicto étnico» en vez de «abrir vías de incorporación a la modernidad y a la fusión en una nacionalidad común de muy variados orígenes culturales». ¿Cuáles son éstos «variados orígenes culturales»?



Se ha pretendido señalar en distintos momentos que los derechos de los indígenas no son diferentes a los de otras culturas que se arraigaron en Chile provenientes de otros pueblos o naciones; se cita el ejemplo de alemanes, franceses, italianos o españoles, que, por cierto, no reclaman un status distinto en la sociedad. Al respecto, hay que decir que los pueblos indígenas ya estaban en Chile desde antes del descubrimiento y conquista de América, y se trata de naciones que fueron sometidas a lo largo de estos siglos.



En consecuencia los indígenas no son colonias. Son pueblos con identidad propia, con idioma y culturas milenarias, con una religión y una cosmovisión propias, y el Estado de Chile demoró exactamente 183 años, desde 1810 hasta 1993, en reconocer su existencia a través de la Ley 19.253.



La nación chilena se forjó desde la diversidad cultural, pero en el proceso de dominación política e ideológica y -por qué no decirlo- como resultado de una profunda discriminación racial, se relegó a los indígenas conquistados y sometidos a la condición de ciudadanos de tercera categoría, siendo benignos en el adjetivo.



El tema de fondo no es entonces la «fusión en una nacionalidad común», sino el reconocimiento de sus derechos fundamentales, entre los cuales el de recuperación de sus tierras es solamente parte de un proceso más profundo, social y político.



Los conservadores han intentado señalar también que el problema más importante es el de la «extrema pobreza» de los indígenas, y que los gobiernos de la Concertación, con sus políticas indígenas «erróneas» han «perpetuado la marginalidad y la miseria» de las comunidades.



No obstante, esta pobreza tiene una causa estructural y política. Nace de una profunda política de usurpación del territorio ancestral y su reducción histórica. Surge de la aplicación de un Estado de Derecho que durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX arrebató a los indígenas sus tierras cultivables y las convirtió en haciendas, fundos y dominios particulares que en la década de los años ’80 fueron enajenados a favor de conglomerados forestales.



Este proceso se cometió con absoluta impudicia. Las reducciones indígenas constituyeron una forma de ghetto rural con familias y poblaciones aborígenes abandonadas totalmente a su suerte. Las heridas que se abren hoy provienen de una historia de dolor e injusticias que los historiadores y editorialistas conservadores, y a veces no sólo conservadores, siempre procuran ignorar, omitir o esconder.



A ocho años de la Ley Indígena, los pueblos ancestrales cuentan con un instrumento jurídico del Estado que reconoce parte fundamental de los derechos históricos de estos pueblos. Los gobiernos concertacionistas de los Presidentes Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle hicieron posible este reconocimiento, implementaron la ley, recuperaron 180 mil hectáreas de tierras que hoy son propiedad indiscutible de los indígenas; pusieron en marcha importantes programas de desarrollo social indígena, e instalaron las bases necesarias para un Nuevo Trato Histórico.



De ahí nace la misión del nuevo gobierno del Presidente Ricardo Lagos: cerrar una historia de injusticias y abrir caminos para un entendimiento entre pueblos indígenas y Estado en aras de un reconocimiento de la diversidad cultural.



Por lo tanto, tenemos ahora por delante un desafío muy importante: que los indígenas tomen parte activa en las decisiones. Ayer fue la ley indígena, sobre la cual se ha caminado en la tarea de implementarla y lograr avances. Ahora vienen los tiempos en que los Indígenas de Chile deben obtener la condición real de ciudadanos con todos sus derechos, para dejar atrás la condición de ciudadanos de tercera clase.



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