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Hacia la Segunda Guerra Fría

Las fuerzas norteamericanas, sin lograr meta alguna, se están quedando sin blancos ni objetivos. Recordemos, como lo saben de tiempos inmemoriales los africanos, que un escorpión puede tumbar a un elefante.


Nadie quiere meterse en un avispero. Para el Presidente George W. Bush y los republicanos esos panales eran las tan denostadas operaciones de «construcción de naciones» (como la de Somalia), de las que responsabilizaban a las Naciones Unidas y a Clinton.



Sin embargo, a pocos días del ataque del 11 de septiembre se impuso la tesis de Blair de que esa construcción sería precisamente el camino para el Afganistán postalibán, un proyecto con una duración de cinco a diez años, que costaría 40 mil millones de dólares y estaría a cargo de la ONU. Empero, incluso antes de que se pudiera iniciar esa tarea los obstáculos han sido tantos e inesperados que esa vía parece cada día más un callejón sin salida.



Todo se inició horas después del ataque contra Estados Unidos, cuando Bush proclamó la guerra -un exitoso y habitual recurso discursivo en Washington- contra el terrorismo. La palabreja fue considerada poco adecuada tanto por los norteamericanos moderados como por los aliados, y así lo manifestó en la misma Casa Blanca el Presidente francés, Jacques Chirac, el primero que llegó a Washington.



Desde que el dúo Powell-Blair se hizo cargo de la estrategia, el concepto se calificó una y otra vez. Se trataba de una larga lucha con múltiples dimensiones: diplomática, financiera, inteligencia, policial, vigilancia ciudadana, aduanera y propaganda. Es decir, algo muy parecido a una nueva guerra fría.



Con todo, también tendría un aspecto bélico cuyo objetivo no sería una represalia en contra de Afganistán o el islam, sino la erradicación del terrorismo. Todos creyeron que la guerra se circunscribiría a la destrucción de Osama Bin Laden y su organización, un objetivo bélico imposible.



Los militares saben que las fuerzas armadas modernas no tienen capacidad para eliminar a una persona y sus lugartenientes en un lugar remotísimo. Incluso una operación de comandos con ese objetivo podría terminar en un desastre; recordemos Somalia. Y trascendió en Washington de que se trataba de poner fin al régimen talibán y eventualmente suprimir a Osama Bin Laden.



Para ello habría ataques aéreos quirúrgicos que destruirían la fuerza militar talibán. Kabul caería en manos de la oposición armada ya organizada, la Alianza del Norte, fortificada por rebeliones que se extenderían al resto de los afganos de etnia pashtún (que suman un 42 por ciento de la población), debido a la impopularidad del régimen. Para ello, también contarían con el apoyo de comandos aliados que recolectarían inteligencia, y de la aviación, que limpiaría el camino.



Con todo, las rebeliones no se han producido, por lo que Pakistán se opuso al proyecto. Temió que la Alianza, a la que acusa de pillaje y tráfico de drogas, pasaría a ser dueña del país gracias a la acción bélica norteamericana, lo que lo dejaría rodeado de regímenes hostiles.



En efecto, la Alianza une a los restos de los siete grupos de muyaheidín que derrotaron a los soviéticos con la ayuda de voluntarios musulmanes -como bin Laden-, el apoyo logístico de Pakistán, el dinero de Arabia Saudita y la dirección de Washington. Una vez en el poder, esas facciones se disputaron el botín y crearon el caos.



La reacción en las zonas rurales pashtunes fue el desarrollo de los talibán, quienes se apoderaron de Kabul en nombre del orden, con el soporte pakistaní, saudí y norteamericano. Acorralada en el norte, la Alianza se apoyó en Rusia y la India, dos presuntos enemigos de Pakistán, en un resabio de la guerra fría.



A lo anterior se suma que Estados Unidos parece estar perdiendo la campaña mediática. Hay una muy independiente estación de televisión árabe, cuyos periodistas se formaron en la BBC, que es extraordinariamente popular en el mundo musulmán y tiene un corresponsal en Kabul. Y sus enemigos en Afganistán aprendieron la lección de las guerras del Golfo Pérsico y Yugoslavia, e invitan a la prensa internacional a filmar y difundir las brutales consecuencias de los bombardeos para la población civil. Todos sabemos que incluso las armas inteligentes son cargadas por el diablo.



Por eso, la opinión pública musulmana estará cada día más en contra de las acciones bélicas occidentales, con el agravante, en el caso de Pakistán, que su desestibilización puede tener graves consecuencias porque tiene armas nucleares.



Así, las fuerzas norteamericanas, sin lograr meta alguna, se están quedando sin blancos ni objetivos. Recordemos, como lo saben de tiempos inmemoriales los africanos, que un escorpión puede tumbar a un elefante.



Si todo sigue igual, lo más probable es que las operaciones bélicas se extingan en el crudo invierno afgano y la llegada del Ramadán, el mes de ayuno islámico. Y parece difícil que se reanuden en la próxima primavera boreal sin que se quiebre la coalición contra el terrorismo. Esa extinción requeriría de un ambiente de consenso bipartidista en Estados Unidos, lo que haría muy improbable que se apruebe una legislación que no cuente con el consentimiento del liderazgo demócrata en el Congreso.



De ser así, comenzarían la verdaderas batallas contra el terrorismo, es decir, la Segunda Guerra Fría, que no necesita de ejércitos.



Este desenlace puede frustrarse si los halcones en Washington logran ampliar las operaciones militares con invasiones terrestres o bombardeos a Bagdad, posibilidades que son muy remotas.



En todo caso, en la Segunda Guerra Fría América Latina tiene bien poco con qué contribuir, aunque el teatro de operaciones sea virtual. La vía rápida y el proyecto del Presidente mexicano, Vicente Fox, de fronteras porosas, serían las primeras víctimas de esa situación Y de imponerse los halcones en Estados Unidos o si las armas nucleares pakistanas caen en manos fanáticas, todos deberemos apretar las cinchas porque vamos a galopar.



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