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Inocencia en el imperio

George Bush fue electo por estrecho margen, perdiendo en todos los estados y ciudades donde más se cultiva la ilustración y el conocimiento. Sabíamos que su experiencia en asuntos internacionales era casi nula, pero se argumentó el gobierno de su padre, el peso de Colin Powell… Sólo patrañas.


El ambiente preelectoral en Chile está frío, a pesar de haber ya un muerto en riñas entre partidarios de una misma lista. No es el momento de referirse a la perversidad del sistema binominal, ya que la referida frialdad se debe a la mayor preocupación de la gente más ilustrada ante los graves problemas que aquejan a la humanidad entera -los cuales ya nos han golpeado, al menos en el plano económico- y, en términos más amplios y difusos, a la desilusión de las masas y los jóvenes respecto de la calidad y consistencia de la clase política y sus liderazgos.



Hay cuestiones objetivas y mucho oportunismo, mucha explotación de mentirillas y una capacidad circense para lanzar bombas de humo de todos los colores, lo que reafirma la desilusión de los últimos e intensifica la preocupación de los primeros.



Hace unos 50 años el filósofo británico Bertrand Russell observó que en un breve lapso de la historia los problemas de la humanidad se habían multiplicado exponencialmente, mientras que la inteligencia y sabiduría de los líderes políticos y sociales eran, en el mejor de los casos, las mismas de épocas anteriores de muy inferior complejidad. Ahora, medio siglo después, observamos el vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología, capaces de producir tanto bondades y bienestar como incrementados poderes de destrucción: si alzamos la vista hacia los líderes mundiales, nos ponemos a tiritar.



El asalto a las torres gemelas y el Pentágono provocó un remezón que se hace sentir en todo el planeta. El shock para los estadounidenses fue inconmensurable, no solo por la magnitud del ataque mismo, sino porque esa nación no conocía agresiones del exterior en su propio territorio desde 1812. El pueblo norteamericano quedó y permanece perplejo ante las atrocidades presenciadas en su propia casa.



Ese gran país es el único imperio de la historia que no ha asumido su condición de tal y aún persiste en negarla, aunque sus líderes bien saben, o deberían saber, que ha llegado el tiempo de conducir la salida de esta crisis monumental. No significa esto que Estados Unidos deba someter al resto de las naciones; por el contrario, ese liderazgo debe buscar un nuevo orden mundial que tome en cuenta la enorme diversidad del resto del mundo y las opiniones e intereses que de ella surgen, reconociendo las limitaciones de su poder militar para emprender acciones políticas y diplomáticas que verdaderamente nos lleven a una paz y libertad duraderas.



La amenaza presente de guerra bacteriológica y otras formas de destrucción masiva causan un desconcierto que puede desembocar en el pánico colectivo. Así como los chilenos no podemos combatir la mosca de la fruta con ametralladoras, el imperio norteamericano debería saber que el poder militar, aunque muy importante, no basta para combatir la lacra del terrorismo actual.



La política exterior de Estados Unidos ha sido inconsistente, ambigua y cortoplacista: parece formularse y reformularse como reacción a los acontecimientos vigentes. Algunos ejemplos: George Bush y sus asesores recién se percatan de la torcida duplicidad de la monarquía absoluta que gobierna Arabia Saudita, país en el cual la democracia podría pasar apenas por un aliño para el cordero.



Los wahabbis, muy ligados a algunos miembros de la familia real, siempre han tenido afectos y vínculos con Osama bin Laden. Anwar Sadat fue asesinado hace más de veinte años por extremistas del islam, muy probablemente con el conocimiento y beneplácito de más de un wahabbi. El actual Presidente, Hosni Mubarak, aún carga con ese problema. ¿Fue Egipto consultado sobre cómo y cuándo efectuar el ataque a Afganistán? ¿Se pensó acaso hacer tal consulta a través de la diplomacia de un país aliado, como Francia o España? Quien piense que después de la eventual captura de Osama bin Laden y la caída del mulá Omar el problema estará resuelto debe hacerse examinar la cabeza.



George Bush fue electo por estrecho margen, perdiendo en todos los estados y ciudades donde más se cultiva la ilustración y el conocimiento. Sabíamos que su experiencia en asuntos internacionales era casi nula, pero se argumentó el gobierno de su padre, el peso de Colin Powell, que fulano y zutano… Sólo patrañas. Antes del 11 de septiembre la Casa Blanca persiguió políticas unilaterales, pisando callos a diestra y siniestra y distanciándose del problema del cercano Oriente con una ceguera inexplicable. Pero Bush es el Presidente de la nación más poderosa del mundo, por lo que quienquiera tenga alguna influencia debe hacerla valer para el bien de todos.



El conflicto palestino-israelí no es el meollo del problema en este choque de culturas, aunque el apoyo incondicional de Estados Unidos a las políticas expansivas de Israel ha costado carísimo a los intereses occidentales y a los propios intereses hebreos. Recién ahora se oyen voces sensatas en el manejo de ese problema, al reconocer la necesidad de fronteras seguras y permanentes para Israel y la creación de un Estado Palestino, pero aún persisten en el inútil intento de sentar a las partes a negociar, a sabiendas que en esa mesa se puede cortar la cortina de odio con navaja.



Afirmar que Arafat es un tramposo y que en Israel existe una minoría fanática e intransigente que pesa demasiado es recurrir a perogrulladas que a nada conducen. La solución debe ser impuesta desde afuera, y obviamente debe ser generada y garantizada por un concierto de naciones que incluya a los países más influyentes de la región.



El mundo ha pasado demasiado tiempo bajo los efectos de un conflicto pernicioso. El arreglo propuesto, al incluir a todos los vecinos involucrados y los grandes poderes mundiales, debería encontrar un equilibrio que tome en cuenta los diversos intereses en juego y así fomentar la más amplia cooperación internacional.



Tal arreglo presupone el desmantelamiento de todos los grupos armados irregulares y el respeto al derecho internacional.



La caída de la URSS y el muro de Berlín fue proclamada como el fin de todos los males, y aún como el fin de la historia. Era tan fuerte la aversión al comunismo que muchos pensaron, con tanta ingenuidad como entusiasmo, que el paraíso en la tierra estaba a la vista. Basta ver cómo la ruptura de los equilibrios de poder, junto a una globalización acelerada y promisoria, hizo surgir una epidemia de guerras locales y tribales que en muchos casos condujo al genocidio, a la altura de las purgas de Stalin y los campos de concentración nazis.



Ahora el terrorismo, antes presente en manifestaciones de corte nacionalista, se expresa en forma transnacional y con más virulencia que nunca. La tentación de revertir el proceso de globalización como remedio es ilusoria e irrealizable; la dinámica de la economía mundial hace impracticable el aislacionismo. ¿Cómo puede combatirse este género de terrorismo? Es obvio: sólo a través de la cooperación internacional y la búsqueda de intereses convergentes se puede obtener información acerca del paradero de los delincuentes y sus cómplices.



Así como se le cambió el nombre a la «cruzada» de justicia infinita, apelativo torpe y desatinado, hay síntomas que apuntan hacia una mejor lectura de los acontecimientos en Washington, confirmando que la necesidad crea el órgano. Si Estados Unidos se concentra en sus intereses de largo plazo, sin alardes de hacer el bien, en sintonía razonable y consensuada con otros poderes y naciones menores, respetando costumbres y formas de vida distintas, iríamos en buen camino hacia un equilibrio estable para nuestro convulsionado planeta.



Estados Unidos tiene mucho que ofrecer al mundo: su espíritu progresista e innovador, su culto a la libertad y los derechos de las personas, sus variados y exitosos modelos en todos los quehaceres, que no tienen precedentes. Ese gran país no tiene necesidad de publicitar sus valores, pues hablan por sí mismos. Algunos países, dos o tres docenas, comparten y practican sus mismos ideales, pero los restantes son diferentes, y con grados y matices lo serán por largo tiempo.



Es importante evitar que «ellos» no sientan que su diferencia genera el desprecio de «nosotros», porque ello provoca una caldera de resentimiento y odio asesino. Más que predicar el bien con majadera inocencia, se requiere astucia e inteligencia para evitar el mal. Nuestra discrepancia es solo metodológica en cuanto al mejor camino para erradicar el terrorismo y encontrar la libertad duradera.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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