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Desinventando Chile

La política es una actividad ciudadana demasiado importante, seria y respetable para que caiga en ciertas distorsiones y corruptelas. Es un oficio que nos afecta a todos porque desde ahí día a día se está inventando el país.


La campaña parlamentaria renguea con un ritmo impecablemente banal, pero su misma opacidad anuncia el estilo de la política que se nos viene peligrosamente encima. Permítanme un recuento de dolores.



1 Hemos entrado en una política senior en la que el abandono masivo de los rituales democráticos se ha instalado en el corazón de las nuevas generaciones. Desde la inscripción multitudinaria de los siete millones y medio para el plebiscito de 1988, la empatía juvenil con las urnas ha bajado dramáticamente, elección tras elección.



A la altura de 2001 ya se ha producido una fuga mayoritaria que afecta al corte primerizo de los 18-28 años. Esta grieta señala una divisoria histórica que da cuenta del astral desencuentro entre dos Chiles. Se está perdiendo el ámbito público que pudiera acoger los distintos lenguajes, edades, proyectos, humores. Se está quedando atrás la vieja y esencial plaza republicana.



2 Dentro de lo políticamente patético se cuentan las intenciones presidencialistas mostradas en estos últimos días, a título de escopeta, por algunos prohombres de la Concertación. Estos animosos muchachos no pueden resistir el señuelo de ningún micrófono que se les ponga por delante.



El diario La Segunda ha explotado hábilmente su inagotable vanidad. En plena recta final de elecciones parlamentarias, cuando apenas ha transcurrido la cuarta parte del mandato de Ricardo Lagos, cuando pequeños y medianos problemas torpedean al gobierno, media docena de padres (o ex padres) de la patria se lanza impacientemente a la piscina con la ropa puesta.



Gran espectáculo ciudadano para edificación de la feligresía. Mejor no dar los nombres de estos olvidables repúblicos.



3 A doce años de las elecciones inaugurales de 1989, el Congreso muestra síntomas de irse patrimonializando. Los nombres se repiten, los personajes declaran su incuestionable novedad con la misma cara, con el mismo gesto y con un poco peor humor.



El ser parlamentario se va convirtiendo en una grata costumbre de first class, a la cual mucha gente no quiere fácilmente renunciar. Una elección lleva por inercia a otra y a otra, como si fuera un orden natural de las cosas. Algunos senadores están apostando a los veinte años de sillón y seguramente en su horizonte curricular no tienen nada mucho mejor que hacer.



Lo más insólito es cómo los que iteran y reiteran su trozo de torta congresal se expresan como si el puesto fuese suyo. Los que vienen a competir son intrusos que reclaman, desde su inexperiencia e insignificancia, contra los derechos arduamente adquiridos.



4 Las campañas son dinero, mucho dinero. Siempre lo han sido así, en mayor o menor grado. Pero ahora el dinero ya no va acompañado con esa cuota gratuita y voluntaria de fervor militante, de fe ciudadana. Los recursos, cada vez más cuantiosos, no están al servicio de proyectos sino de currículos.



Una vez deslustrado el concepto de servicio público y sacada totalmente la política del mundo de las ideas y de los ideales, ya no quedan más que pobres brigadistas mercenarios a 4 mil pesos el día, consultores rasantes a 40 mil pesos la hora, eslóganes bastantes falibles a 400 mil pesos la sílaba y las campañas casi más caras del mundo, en que un senador de peso medio puede valer 400 millones.



Los candidatos, desde luego, no apelan a partidos o a colectividades: se supone que operan dentro de una lógica crudamente darwiniana de la política, en que cada uno salva su piel como puede y trata de dar el mejor mordisco dentro de la selva de carteles, jingles, folletos y de temerarias cacerías puerta a puerta.



5 La vida se convierte muchas veces en opereta y la política, que es la vida misma, también. El episodio Arancibia no hizo más que confirmar una tendencia: los cuarteles también sucumben a las sinuosas tentaciones de la desprestigiada política.



A los ex próceres militares designados Canessa, Martínez Busch, Vega y Cordero se les ve tan alegres paseando por las faraónicas dependencias del Congreso Nacional que han levantado más de una patriótica envidia entre sus pares.



Ahora el destino de los supremos mandos de las FF.AA. parece ser cambiar el gorro por la corbata y descansar sus sacrificadas posaderas sobre alguna poltrona senatorial. Los predicadores de la UDI que propugnan la despolitización de los uniformados han logrado, por primera vez en la historia de Chile, levantar la concupiscencia congresal en los cuarteles y romper aquella digna tradición de profesionalismo y contención republicana de los viejos militares. Pero ahora ya Arancibia lo hizo, Ugarte se lo piensa y los demás acaso temen que si no se meten en la aventura, serán considerados los fanáticos de la charretera.



Me detengo aquí. La política es una actividad ciudadana demasiado importante, seria y respetable para que caiga en ciertas distorsiones y corruptelas. Es un oficio que nos afecta a todos porque desde ahí día a día se está inventando el país.



Me temo que con las conductas y actitudes reseñadas más bien se está desinventando Chile.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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