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Una pequeña esperanza

Rodolfo Bravo era, sin quererlo ni saberlo, otro de mis héroes anónimos, sobre los cuales ya escribí una columna. Rodolfo se hizo mi amigo entrañable aunque ni él ni yo lo supiéramos, cuando en plena dictadura participó como actor con Mauricio Pesutic y Roberto Poblete, dirigidos por Raúl Osorio, en Los Payasos de la Esperanza.


Hace una o dos semanas supe de sopetón, al leer un diario, de la muerte de Rodolfo Bravo. Durante mucho tiempo nos encontramos casi cada noche en ese segundo hogar que para algunos es o ha sido Las Lanzas. Hablábamos poco: quizás se juntaron dos tímidos y no conseguimos nunca enhebrar algún dialogo trascendental. Después dejamos de vernos. No fuimos nunca, en rigor, amigos, pero su muerte me impresionó, me dolió como la un ser cercano.



Desde ese día me pregunté en las horas perdidas, cuando la mente se interroga sobre asuntos inesperados, por qué -no sólo al ir a Las Lanzas, sino en otros momentos de una vida mas o menos agitada- la figura gentil de Rodolfo Bravo, con su aspecto de comediante del mejor neorrealismo, se colaba en mi mente.



Tanto va el cántaro al agua que por fin se llena. Ahora he logrado descifrar el enigma. Rodolfo Bravo era, sin quererlo ni saberlo, otro de mis héroes anónimos, sobre los cuales ya escribí una columna. Rodolfo se hizo mi amigo entrañable aunque ni él ni yo lo supiéramos, cuando en plena dictadura participó como actor con Mauricio Pesutic y Roberto Poblete, dirigidos por Raúl Osorio, en Los Payasos de la Esperanza.



No sé por qué recuerdo la escena en la Plaza Ñuñoa, en una especie de gimnasio de la parroquia del lugar. No quiero cambiarla de espacio, aunque no haya sido allí. La conmoción que sentí la tengo asociada a ese espacio para mí tan significativo desde mi infancia. No volví a ver ex profeso la reposición de esa obra -ahora me doy cuenta- para conservar la pureza de las sensaciones de lo que ella representó en el agobio de los años de la dictadura.



Los payasos de la esperanza los viví, muchos los vivimos, como actos de resistencia. Nunca más, lo confieso, he podido sentir el teatro como en aquella época.



Ahora, en este repaso de mis relaciones con ese ser tangencial a mi vida, se me aparece en la gestualidad tierna del payaso que fue y de ese hombre bondadoso con quien intercambiaba tímidas palabras, al amparo de Las Lanzas, en los años finales de la tiranía. Y no puedo dejar de pensar qué injustos fuimos con él y con otros muchos de cuyo teatro en aquellos tiempos nos alimentábamos vorazmente, porque nos daba esperanzas.



Me acuerdo de la obra Baño, baño en La Comedia representada por un grupo de alumnos de Medicina entre quienes creo que actuaban o participaban en el guión Marco Antonio de la Parra y León Cohen. Allí sentí quizás por primera vez el valor transgresor que tenía el teatro y cómo nos acompañaba, nos daba fe para vivir en el valle de las tinieblas políticas.



¿Cómo olvidar el escándalo producido por Lo crudo, lo cocido y lo podrido de De la Parra (que sentíamos un pequeño triunfo), de las obras de Juan Radrigán, de Cinema-utopía y Fassbinder de Ramón Griffero, donde actuaban Carmen Pellicier y Consuelo Castillo, olvidadas y reclusas en algún trabajo que quizás no amen.



Es bueno en épocas de amnesia recordar todo lo que nos entregó el Ictus, cuya obras eran esperadas como momentos de catarsis y alimentación, porque allí actuaban esos resistentes en acción que eran Nissim Sharim y Delfina Guzmán. ¿Cómo olvidar que en ese escenario Roberto Parada recibió el mazazo cruel de conocer el degollamiento de su hijo y lo exorcisó en la actuación? Hay que recordar también a Héctor Noguera en esa obra sobre la maratón (¿con quién? lo he olvidado) que nos parecía una pieza cargada de sentidos políticos.



Una transición que ha requerido de los escamoteos de la memoria nos ha hecho olvidar esos momentos de todas esas mujeres y hombres. Me niego a recordarlos por los de ahora, no porque ellos hayan perdido su capacidad escénica y lo que hacen sea indigno. No. Sólo porque entonces su teatro tenia algo profético, algo de un sacerdocio. Me acuerdo de Rodolfo Bravo en esos Payasos que fueron nuestro oxígeno durante tanto tiempo.



Pero me acuerdo de él, además, comiendo sencillamente una plateada con papa fritas. Era tan modesto que nunca se me ocurrió decirle con qué emoción había visto los Payasos. Se lo digo ahora.



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