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El quinto latino de Pamplona

Fuiste de los primeros en darte cuenta del embuste de Fujimori y formaste un movimiento contra la Constitución que el chino hizo aprobar en 1993. Denunciaste con dureza a Montesinos y sus maniobras. Corriste riesgos indecibles para restaurar un régimen democrático en Perú. Y este año al fin lo habías conseguido.


Qué cojudo eres, Pedro Planas: mira que marcharte justo ahora cuando casi habías conseguido aquello por lo que tanto luchaste durante 40 años. Recuerdo que te llamábamos Alanito. Te lo ganaste a pulso. Nada más conocernos, en enero de 1987, nos soltaste una vehemente diatriba contra Alan García, entonces presidente de Perú, que el tiempo ha demostrado más que justa.



Nosotros, que también éramos unos cojudos, según tú, decidimos tomarte el pelo aplicándote la filosofía de Heráclito (la de curar por el contrario), así que para calmar tus críticas te motejamos con el nombre del político que te obsesionabas en atacar.



Eramos entonces los «cinco latinos de Pamplona», nom de guerre de cinco periodistas sudacas que habíamos llegado a España a estudiar un postgrado en la Universidad de Navarra. Quiso el destino que entre todos alquiláramos un enorme departamento que se convirtió en una especie de OEA: había dos chilenos, un peruano, un argentino y un uruguayo.



Eras, Pedrito, uno de los periodistas más brillantes de la revista Oiga que dirigía Paco Igartua en Lima. Librabas una batalla personal contra Alan García, de quien pensabas -no sin razón- que estaba destruyendo el país.



Pronto descubrimos que tras tu vehemencia había argumentos contundentes. Hablabas con pasión del grupo de estudios que creaste en la Universidad de Lima como dirigente, semillero de un movimiento reformista que sería importante para Perú. Los cuidabas con mimo, les escribías cartas, les mandabas libros y los llamabas por teléfono para darles consejos e ideas.



Eras, Pedro, un hiperactivo incurable y un agudo polemista. Zampabas libros y libros a gran velocidad. Te convertiste en un experto en Baudrillard y la postmodernidad que entonces estaba de moda. Por las noches salías a recorrer las tabernas de Pamplona, a tomarte cañas con gente inverosímil, a charlar con desconocidos. Un día me dijiste que habías estado con militantes de Herri Batasuna, el brazo político de ETA, y que los habías estado convenciendo de que abandonaran la lucha armada. «Eran unos cojudos. Gané la discusión. No tenían argumentos», dijiste.



Casi no dormías. Tal era tu voracidad por adquirir conocimientos y encabezar proyectos que te justificabas afirmando que ya tendrías tiempo para descansar algún día. Te ganaste la antipatía de muchos profesores de Pamplona porque tenías la manía de dormitar en las clases. Un día descubrimos que eras capaz de dormir con los ojos abiertos.



Vivías siempre acelerado, pensando en tu país, en la necesidad de reconstruir sus filamentos institucionales y sociales. Amabas a Perú profundamente. Eras capaz de entusiasmarnos contándonos cualquier episodio de su historia que trufabas con sabrosas anécdotas.



El almirante Grau era uno de tus personajes favoritos. Recuerdo tu sorpresa cuando descubriste que yo también lo admiraba. Pensabas que en Chile no sabíamos de la caballerosidad de Grau.



Al final, pasaste olímpicamente del postgrado en periodismo de Navarra, quizás porque ya estabas madurando en tu cabeza el giro que le darías a tu vida.



Tu aspecto físico no se compadecía con tu portentoso intelecto. Eras grande, grueso (habías practicado lucha libre en la universidad), sólido, tenías el pelo rizado y un enorme mostacho negro.



Cuando empezó a llover en Pamplona descubriste que no tenías el calzado adecuado, así que te recomendamos que compraras unos zapatos de invierno. Volviste, Pedro, con un par de botas de goma con los pantalones metidos en ellas. Todavía te recuerdo chorreando agua en el dintel de la puerta del departamento.



El apodo te cayó al canto: eras la copia feliz del Sargento García, el del Zorro.



Con tus botas de siete leguas y junto al resto de los cinco latinos -Eduardo de Miguel, de Argentina, Gerardo Maronna, de Uruguay, Mario Valle y el suscrito, de Chile- recorrimos el norte de España. Subimos al monte Urgull de San Sebastián, a cantar a coro los himnos de todos los países de Sudamérica. Fuimos a Francia y a Inglaterra. Visitamos Madrid. Asistimos, con envidia, a unas elecciones y nos hinchamos los pulmones con la democracia española.



Cada uno venía de un país distinto, pero todos compartíamos esa sensación de crisis en la que nos hemos criado los latinoamericanos: todos habían pasado por alguna dictadura y todos traíamos pintada en la frente la señal de la maldición de que nunca saldríamos del hoyo. No párabamos de preguntarnos: ¿cuándo se jodió el Perú? ¿Y Chile? ¿Y Argentina? ¿Y Uruguay?



Nos marchamos de Pamplona tras correr en los sanfermines emulando a Hemingway. En ese momento ya estabas pergeñando el que sería el mayor logro de su vida: tu conversión en experto constitucional.



Nos despedimos en julio de 1987 en un caluroso Madrid. Te quedaste en la puerta del Centro de Estudios Constitucionales, donde deseabas matricularte con el profesor Cotarelo. Pensé que no te admitirían, ya que no eras abogado. Pero entraste. Cuando terminaste tus estudios, volviste al Perú.



Los años siguientes recibí noticias fragmentarias tuyas. Te volcaste con pasión en el Derecho, y el periodismo sólo lo usabas como herramienta para divulgar tus ideas. Con tu tenacidad intelectual conseguiste algo que parece increíble: que un periodista que nunca se había licenciado en Leyes, ocupara la cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad de Lima.



Fuiste de los primeros en darte cuenta del embuste de Fujimori y formaste un movimiento contra la Constitución que el chino hizo aprobar en 1993. Denunciaste con dureza a Montesinos y sus maniobras. Corriste riesgos indecibles para restaurar un régimen democrático en Perú. Y este año al fin lo habías conseguido.



Tras la caída de Fujimori, el presidente Valentín Paniagua, que fue tu maestro, te nombró asesor. Posteriormente, Alejandro Toledo te designó secretario ejecutivo para la descentralización del Perú, un envite que sólo tú podías aceptar. Era tu próximo objetivo: una verdadera regionalización y la transferencia de poder a las provincias.



También habías creado tu propia ONG, heredera de aquel grupo de estudios de la universidad. Su nombre es fiel reflejo de tu pensamiento: Consenso Ciudadano.



Nos hemos enterado tarde de las últimas y malas noticias. El pasado 7 de octubre, justo un día antes de que se conmemoraran 122 años de la muerte de tu querido Miguel Grau, tu generoso corazón, Pedro Planas Silva, estalló en Ayacucho agotado por el exceso, incapaz de seguir funcionando a tu ritmo de trabajo. Dejas una esposa y dos hijos pequeños a los que tan sólo unas horas antes llamaste para decirles que los querías. También has dejado 25 libros de historia, de política y de derecho de gran factura, una pequeña muestra de tu enorme talento.



Perú ha perdido a su mejor promesa intelectual del siglo 21 con apenas 40 años. En ese breve lapso hiciste cosas que nosotros nunca conseguiremos hacer, ni aunque gozáramos de dos o tres vidas más. Por eso el Congreso de Lima te rindió un homenaje póstumo y te concedió la Orden al Mérito por Servicios Distinguidos.



Otros peruanos, tus alumnos, recogerán tu legado de periodista y constitucionalista y trabajarán, como hiciste tú, por un Perú mejor. A nosotros, tus viejos compañeros, nada ni nadie nos devolverá al quinto latino de Pamplona. Descansa en paz Pedro. Ahora ya puedes.



(*) John Miller es periodista chileno, director de El Mundo Radio (España)



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