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Defensa penal y sociedad

Desafortunadamente, el último tiempo hemos sido testigos de un discurso que tiende a simplificar horriblemente las cosas. A través de la simplificación, se procede -voluntaria o inadvertidamente, eso es tema de otro debate- a situar a la comunidad en un plano «acá los buenos y allá los malos».


La Reforma Procesal Penal tiene un carácter marcadamente «garantista», se dice. La Reforma no sólo corresponde a una «actualización» de un sistema de justicia criminal obsoleto, inadecuado en el tiempo. Es más que un update. Su carácter garantista viene dado por traer a nosotros y buscar obtener una aplicación del respeto irrestricto a los Derechos Fundamentales.



El nuevo sistema no defiende a los «malos» y deja en el abandono a los «buenos» -algunos dirían, «gente decente»-. En el peor de los casos los deja en igualdad de condiciones. ¿Poner en igualdad de condiciones, al delincuente, a la víctima, a la sociedad conformada por ciudadanos honestos? Pareciera ser que el legislador de hace tantos años era un visionario, al prever que la mentalidad de la nación iba a ser impermeable a la menor sensatez y atisbo de generosidad, y más aún, impenetrable a la doctrina de los Derechos Humanos que nos ilustra desde hace ya tiempo.



La promulgación del Código de 1907 fue acompañada de una advertencia en su Mensaje, en términos que debíamos rendirnos a la evidencia de que «no éramos dignos» de contar con un sistema de justicia más adecuado, moderno y respetuoso de los derechos de las personas, atendida la naturaleza de la población y los costos, en relación a las exigencias de las alternativas más deseables -la instrucción independiente y, más aún, el juicio por jurados-.



El principal obstáculo de la implantación exitosa de la reforma dice relación con nuestra capacidad de asumir el desafío de evolucionar hacia una sociedad más tolerante, compasiva y solidaria. Al fin y al cabo, la tarea de incorporar a los Derechos Humanos en nuestra vida cotidiana tiene varios alcances: uno, el estrictamente legal, adecuando las legislaciones, por ejemplo, a los tratados internacionales vigentes en esa materia; pero también se expresa en las garantías concretas de protección que brindamos a todos para que las «declaraciones» no se queden sólo en eso.



Por último, y no menos importante, está la tarea de promoción y divulgación de estos derechos. Nada hay más efectivo que contribuya a la consolidación de una sociedad fundada en el respeto a los derechos humanos que una sociedad que los conoce, y que por conocerlos, los cultiva y promueve.



En materia penal esto es serio. No sólo se trata de proteger a los ciudadanos comunes y corrientes de la delincuencia que amenaza su integridad física o sus bienes -en ese orden, que es el jerárquicamente correcto-, sino también debemos ocuparnos de protegernos de la misma autoridad que pudiera ilegítimamente pretender desconocer nuestros derechos y agraviar no sólo también nuestra integridad física o amenazar nuestros bienes, sino algo que quizás es todo eso junto: nuestra libertad.



El diseño de un sistema de justicia en lo penal no apela sólo a aquellos que actual o más directamente son o pueden ser objeto del control punitivo de la autoridad. En su dimensión política, el ciudadano conciente y responsable se preocupa de que las facultades que concede al aparato punitivo no lleguen a vulnerar los derechos que en él permanecerán inalterables. En caso alguno debe contemplarse una trasgresión de tales límites.



Desafortunadamente, el último tiempo hemos sido testigos de un discurso que tiende a simplificar horriblemente las cosas. A través de la simplificación, se procede -voluntaria o inadvertidamente, eso es tema de otro debate- a situar a la comunidad en un plano «acá los buenos y allá los malos». Incluso hemos llegado a escuchar simplificaciones equivalentes de eminentes líderes mundiales, ante situaciones de crisis.



Pero la comunidad la conformamos todos. Para bien de todos, para disgusto de algunos. El Evangelio, que se supone ilustra el comportamiento de los así llamados «cristianos», entre otras cosas, promueve la caridad. Caridad que en su dimensión penal, la podemos ver en aquello de «cuando tuve sed, y me diste de beber, tuve hambre, y me diste de comer, tuve frío y me vestiste, estuve enfermo y me cuidaste, estuve preso y me visitaste».



Es cierto que todas estas actitudes son loables en sí mismas, pero me atrevo a decir que la última de ellas, esto es, la de «visitar al preso», lo es más que cualquiera de las anteriores, y por una razón muy simple: todas las anteriores -dar de comer al hambriento, cuidar al enfermo Ä„cómo no!-, nos parecen razonables, inspiran natural piedad. El preso no. El preso no llama a la compasión, y por ende, la actitud de mostrar compasión respecto de alguien que no inspira ninguna, me parece con mucho más meritoria.



Es más, el Evangelio en otro lugar, hace referencia a esto en los términos de «¿qué mérito hay en hacer el bien a quien nos hace el bien?.» El desafío está en hacer el bien a quien nos ha hecho el mal, nos ha hecho daño. En cierto modo, el cumplimiento de aquella prescripción de «dar la otra mejilla», «amar a tu enemigo».



Pero no nos confundamos. Podemos aceptar que un delincuente a hecho un daño, pero eso dista de convertirlo en nuestro «enemigo». Eso lo dirán algunos especialmente «piadosos» que también hablan de «erradicar» la delincuencia, «combatir» el delito, y expresiones semejantes, equivocándose aún en lo más elemental: hace ya más de un siglo que se dijo que «el delito no es algo anormal. Lo anormal sería una sociedad sin delito.»



En este contexto, no es raro que la labor de prestar defensa en materia penal sea muchas veces una tarea incomprendida. Sin perjuicio de ello, ella es imperativa. No sólo por la «igualdad de armas» imprescindible en este diálogo que supuestamente debe de desarrollarse en el seno del juicio, sino como forma de garantizar la protección de uno más de los derechos de los que todos los habitantes de este país son titulares: el derecho a la defensa letrada, no importando condición alguna.



Todos estos puntos son bases del sistema de enjuiciamiento criminal. Son elementos que definen también la línea de nuestra política criminal, de nuestra justicia en sentido amplio, y describen elocuentemente los valores que están inspirando las decisiones del país cuando podemos hablar de una política de alcance nacional, como es el caso.



Y por eso es que en este preciso momento sólo cabe esperar una actitud de las autoridades, ante los hechos consumados: prudencia.



Si bien la situación de las cabezas de las dos instituciones más estratégicas en materia de Reforma Procesal Penal dista de encontrarse en igualdad de condiciones, debe de tenerse presente que la designación de uno y otro adquieren no sólo connotaciones prácticas, sino también simbólicas.



Dicho en otros términos, el tratamiento que se le da a una en particular puede perfectamente ser entendida como la manifestación de una visión de política criminal. Así de simple. Y no olvidemos que la garantía del debido proceso, de la defensa del imputado, de la asistencia del letrado, no son más que cristalizaciones de un principio todavía más básico y fundamental: el principio de inocencia. La prudencia apunta a no actuar en contrario.



* Felipe Abbott es abogado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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