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La UDI, una política que viene de arriba


Ver sonreír a Pablo Longueira no es un privilegio que se obtiene todos los días. Este animoso personaje público usa mucho más los músculos del entrecejo que los de la risa. Pero el día 16 por la tarde descongeló la línea de los labios, dulcificó la mirada habitualmente fiera y aquello quería decir que algo importante estaba ocurriendo.



Y era cierto: el resultado electoral de la UDI, por más anunciado que hubiese sido, significaba una noticia que trascendía con mucho la crónica, para instalarse quizás en la historia. Por primera vez en más de medio siglo, un partido de la derecha chilena avanzaba, elección tras elección, hasta constituirse en la formación más sólida dentro del arco partidario.



El imparable ascenso de los gremialistas es un ejemplo de cómo la constancia en una apuesta estratégica arriesgada produce buenos dividendos, incluso en la actual política obsesionada por el día a día. A este grupo homogéneo, doctrinario y militante hay que reconocerle una fuerza de convicción y una cohesión entre sus miembros que les ha permitido destacarse entre tanta política egocéntrica y cortoplacista.



Pero la convicción y la cohesión, por más provechosas que sean en la actividad pública, no garantizan la calidad del producto que se ofrece al electorado. En efecto, ¿qué producto ofrece la Unión Demócrata Independiente? ¿qué tipo de sociedad postula para el Chile que viene?



La matriz autoritaria de que nace la UDI, no sólo se refiere a la dictadura militar, sino también a los actuales grupos católicos neoconservadores de cuyo espíritu se nutrieron Jaime Guzmán y sus seguidores. Además, su proyecto se enraíza sustancialmente en el corporativismo que se dice apolítico y en la pretensión de una sociedad armónica dirigida por una élite de personas socialmente respetables y canónicamente buenas.



Se trata de la vuelta a una concepción aristocrática de la cosa pública. Las soluciones vienen desde arriba, la acción política se tiñe de asistencialismo y de beneficencia. Ya no se ventilan los problemas desde una igualdad republicana basada en derechos y deberes, sino en la buena voluntad y los favores repartidos graciosamente por un grupo con poder hacia destinatarios que están en la práctica privados de protagonismo y de iniciativa social. La propaganda de la UDI nos presentaba precisamente a candidatas producidas como pequeñas princesas que descendían con sus sonrisas relucientes de abecéunos a lejanísimos submundos de viejos desdentados, señoras gordas y viviendas miserables. Los buenos propósitos de los visitantes en campaña parecían los de antiguos universitarios ante los trabajos de verano: ayudar a los pobres sintonizar con sus penas, hacerles el bien. Todo esto es muy meritorio, pero promueve, en los hechos, un orden natural de pobres y ricos, de personas que son residentes y otras pobladoras, de grupos que hacen favores y de otros que los reciben, de gente como uno y gente que no lo es.



El cambio de Lavín consiste en apoderarse de las justas demandas de los sectores más desposeídos y prometerles que su seguridad, su empleo, el progreso de sus hijos pasa por una fórmula paternalista y casi automática, dentro de un orden feliz y armónico de cena de pan y vino.



Mientras tanto, las reformas constitucionales, esos inútiles artefactos, hay que postergarlos; las disposiciones que corrigen el statu quo social hay que edulcolarlas, las que intentan compensar los graves desequilibrios de las empresas hay que denunciarlas.



Esta visión del cambio ha desembocado en un cierto caudillismo, en la nostalgia de un líder casi mesiánico que va a resolver de una vez los problemas. Tal escandaloso populismo promovido por los que se dicen realistas y pragmáticos, ciertamente no va a ser el camino hacia una sociedad democrática y moderna, sino más bien la regresión hacia una sociedad estamental y estancada.



En algunas cosas tienen razón la UDI y sus electores: en acusar a la Concertación de lentitud y falta de espíritu; en gloriarse de que muchos de sus partidarios manchan voluntariamente las suelas de sus zapatos en el barrio proletario, mientras la masa concertacionista ha quedado prendida en las redes de un triste arribismo.



Longueira está feliz, Lavín sigue su ruta hacia la presidencia; ambos prometen la solución de los males de la patria. Pero la sociedad que postulan ya es muy conocida en la historia de Chile y, desde luego, no solucionó para nada los problemas de las grandes mayorías.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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