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El espejismo del patriotismo constitucional

El patriotismo constitucional, también llamado nacionalismo cívico, es un magnífico parche conceptual para el contrabando ideológico. El hecho de que en España se lo apropie la derecha y en Chile la centroizquierda es por lo menos sintomático de lo anterior.


Para Rodrigo de Castro, corazón de león.





Se habla mucho de patriotismo constitucional en estos días. En España el Partido Popular, que quiere garantizarse el voto de centroderecha, usó abundantemente el término durante su XIV Congreso realizado el fin de semana pasado. En Chile, muchos columnistas e intelectuales próximos al gobierno han comenzado a airear el término, algunos de cara a la efusión nacional del Bicentenario y otros con un alcance más contingente.



El patriotismo constitucional, también llamado nacionalismo cívico, es un magnífico parche conceptual para el contrabando ideológico. El hecho de que en España se lo apropie la derecha y en Chile la centroizquierda es por lo menos sintomático de lo anterior.



El propio concepto es llamativo, porque parece invocar cuestiones antagónicas. La mayoría de los acontecimientos históricos demuestran que el patriotismo muy pocas veces ha sido constitucional. En nombre de la patria se han emprendido cruzadas, golpes de estado, guerras civiles, guerras de agresión y un compendio de miserias humanas.



Sospecho, además, que muchos están convencidos que en nombre de su patriotismo se pueden saltar las leyes y convertirlas en papel mojado cuando les convenga. Un botón de muestra lo hallamos en el nacimiento del Chile independiente: el golpe de Carrera contra la Junta de Gobierno. Puro patriotismo.



Lo mismo ocurre con el nacionalismo cívico, un concepto que Slobodan Milosevic tenía perfectamente claro cuando ordenaba al siquiatra Karadzic bombardear Sarajevo desde el monte Ingman.
El patriotismo constitucional de Jürgen Habermas fue ideado para renovar el sentimiento nacional alemán limpiándolo del pasado nazi, tarea tremendamente compleja y que se ha planteado como un trauma no resuelto para los intelectuales germanos.



Estos juegos de palabras se ponen de moda un tiempo, pero no pueden ocultar su oportunismo, lo que los convierte en herramientas muy aptas para el uso político. Resulta difícil, no obstante, casar sentimientos como el nacionalismo o el patriotismo, que las personas experimentan de manera subjetiva y en diversos grados, con conceptos como el constitucionalismo o el civismo, que se expresan mediante normas positivas.



En España, este intento de redefinir el patriotismo obedece al deseo del Partido Popular de neutralizar las fuerzas centrífugas de los llamados nacionalismos periféricos (catalán, vasco y gallego principalmente) mediante la exaltación del logro colectivo que suponen 23 años de democracia bajo el signo de la estabilidad y el progreso.



En Chile se percibe que la introducción del término obedece al deseo de reunir bajo un solo paraguas los dos patriotismos que nos legó la dictadura: el que estaba a favor de Pinochet y el que estaba en contra.



La capitalización de los símbolos nacionales por parte del régimen militar -modificando el himno nacional y falsificando a través de sus propagandistas el perfil histórico de los gobernantes del pasado, por ejemplo- hizo que toda una generación de chilenos veamos nuestra historia y sus personajes con grandes dosis de escepticismo. Y sobre todo nos dejó muy claro que patriotismo y nacionalismo son campos abonados para la manipulación sin límites de las personas.



¿Preferiría usted vivir en un país «patriótico constitucional» o en uno «patriótico inconstitucional»? ¿Preferiría un país «nacionalista cívico» o «nacionalista incívico»? Yo tengo mi respuesta clara: quiero un país constitucionalista y cívico. Para quienes leen a Habermas, simplemente debo puntualizarles que el dilema de los intelectuales alemanes -solucionado con el alambicado concepto de patriotismo constitucional- ya lo había resuelto en Chile, en 1970, un militar con un nombre de resonancias teutonas: el general René Schneider Chereau.



Schneider veía claro que el constitucionalismo era la única forma positiva del patriotismo. Constitucionalismo a secas, sin nombres ni apellidos. Ni más, ni menos.



Con el paso del tiempo y todo lo que ocurrió después de su muerte a manos de un comando de ultraderecha, la idea de Schneider resulta sorprendentemente simple y compleja a la vez. Asombra, por ejemplo, que siendo una idea pergeñada en círculos militares -que normalmente se sienten depositarios del patriotismo-, pusiera énfasis en la adhesión a la ley y no en la exaltación del sentimiento, precisamente en un país donde cualquier civil que entonces se declaraba partidario de la Constitución era tachado poco menos que de reaccionario.



La destrucción de la doctrina Schneider nos sumió en la noche oscura de los patriotas degolladores, los patriotas torturadores y los patriotas desubicados.



El problema de nuestro constitucionalismo actual es que no se puede ocultar el pecado original de la Constitución de 1980, por mucho que la Concertación haya gobernado con ella más años de los que gobernó el general Pinochet con la misma (aunque sin artículos transitorios, Ä„faltaría más!). La Constitución no ha sido un texto de consenso, aunque haya ido extendiendo su legitimidad a través de los acuerdos puntuales de reforma que se han alcanzado en distintas épocas, y de su aplicación rutinaria.



Esa desventaja que hoy tenemos no la tenía Schneider cuando formuló su doctrina. Por eso se comprenden las buenas intenciones de quienes consideran que el patriotismo constitucional sería una buena forma de zanjar la reconciliación de Chile, pero me resulta difícil pensar que crean de verdad que un concepto tan voluble permitirá restablecer el consenso sobre nuestra historia (patriotismo) y sobre la legitimidad de la ley (constitucionalismo). Intentar que una idea prestada solucione una cuestión de tanta enjundia y que ha comprometido peligrosamente el alma nacional por varias generaciones requiere algo más que un Habermas… quizás necesite un Schneider.



* John Müller es director de El Mundo Radio y subdirector del diario El Mundo de Madrid.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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