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La crisis de la Democracia Cristiana

Aparentemente, se cree que el asunto de tener un perfil se soluciona con maniobras comunicacionales o con una diferenciación formal. La Democracia Cristiana parece aferrarse a la idea que para recuperar la silueta le bastará con imitar algunas de las fórmulas del PPD.


Desde hace un tiempo se viene hablando de crisis de la Democracia Cristiana, respecto de la cual se hacen los diagnósticos más variados y, en algunos casos, los más peregrinos. Los miembros de la Junta Nacional, quienes una vez más han expropiado la voz de las bases, parecen haber descubierto el remedio, que ha consistido en nombrar una nueva directiva. Una solución creativa y original, que augura un gran futuro…



Esta directiva ha iniciado su mandato dando muestras que comparte un vicio generalizado entre los políticos chilenos: la obsesión por la forma. El presidente de la colectividad, en especial, confunde nueva política con nueva retórica. Parece creer que hablar de manera cortante, llamarle la atención a los ministros de su partido recordándoles sus deberes parroquiales o ironizar sobre el encuentro con el presidente Lagos es una manera de perfilarse. En realidad, tener estilo ayuda, pero solo cuando se tiene un proyecto. Si no, pronto le ocurrirá a Adolfo Zaldívar lo que le ocurre a Lagos: que sus gestos cansen porque detrás de ellos no se ven más que menudas obsesiones.



Se echa de menos en la discusión demócratacristiana una preocupación por los problemas de fondo que explican los efectos electorales. Aparentemente, se cree que el asunto de tener un perfil se soluciona con maniobras comunicacionales o con una diferenciación formal. La Democracia Cristiana parece aferrarse a la idea que para recuperar la silueta le bastará con imitar algunas de las fórmulas del PPD.



Pero ese facilismo no toma en cuenta la propia historia del Partido Demócrata Cristiano chileno. El fundamento de la fuerza política de esa organización, que le ha permitido tener desde fines de los ’50 un rol político central, reside en que fue un partido intermedio con proyecto doctrinario y con programa.



Esta organización se abrió paso desplazando a otro partido intermedio que había conseguido un rol preponderante en la vida política chilena, el Partido Radical. Esa fuerza política perdió atractivo porque derivó, después del termino de las coaliciones de centroizquierda, en un partido intermedio típico, es decir, una organización pragmática que pivoteaba dentro del sistema de partidos para asegurar la atenuación de los conflictos y otorgar gobernabilidad. Eso le proporcionaba a su elite parlamentaria variadas oportunidades de reproducción, pero terminó socavando la imagen del partido y vaciando el sentido reformador de su política.



Después de un largo tiempo en que sus ideas no penetraban en la gran masa, la Democracia Cristiana logró convertirse en un partido que combinaba doctrina, programa y liderazgo. Esa fuerza política inspirada en un socialcristianismo teñido por las ilusiones reformadoras de la segunda postguerra se transformó en el partido de la cultura cristiana progresista.



Ser una fuerza socialcristiana significaba tener un perfil doctrinario propio, distinto del liberalismo, del conservadurismo o del socialismo. La Democracia Cristiana poseía un sistema conceptual a partir del cual analizaba la realidad chilena y elaboraba sus programas, y su doctrina estaba tan lejos del marxismo como del liberalismo económico.



Para la Democracia Cristiana, ser un partido socialcristiano tenía que ver con una doctrina pero también con una ética, un mundo de reglas referidas al actuar público y con un conjunto de valores. La fuerza de la doctrina y sus referencias éticas operaban como un escudo contra el pragmatismo y los usos corruptos del poder. Esa manera de vivir la política en función del bien común produjo políticos de excepción, como Jaime Castillo.



En lo más profundo, la crisis de la Democracia Cristiana tiene relación con cómo se desdibujó el referente doctrinario fundante.



Muchos analistas inspirados por las versiones criollas del realismo político pensarán que ese olvido es una exigencia de la época. Están convencidos que en la política chilena actual los asuntos ideológicos sobran o estorban. No se han preguntado si el desapego creciente por la política no tiene que ver justamente con la ausencia de partidos capaces de atraer a los ciudadanos hacia sus propuestas de mundo y de sociedad, de ser partidos con doctrina y programa en lugar de organizaciones seguidistas que definen sus programas según los vaivenes de la opinión publica.



El éxito de la UDI proviene de que es un partido con doctrina, la cual se acopla con un liderazgo pragmático. Esa doctrina es doblemente reaccionaria, porque combina conservadurismo y neoliberalismo, pero proporciona a la UDI las bases para ser una fuerza orgánica.



Si Zaldívar tiene en realidad interés en remediar la crisis demócratacristiana debería intentar una revitalización del perfil socialcristiano. Una doctrina cuyas ideas matrices son el bien común, la justicia social y el sometimiento de la economía a la lógica de las necesidades sería progresista en esta época de predominio del neoliberalismo. Quizás por eso Zaldívar prefiere los gestos menores y el lenguaje para la galería.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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