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111 días después


«Hoy todo el mundo son los Estados Unidos», sentenciaba con su habitual rudeza Zbigniew Brzezinski a finales de los años sesenta. Casi medio siglo más tarde, la provocativa opinión del famoso asesor polaco-norteamericano se ha hecho una realidad abrumadora. Hoy todos, nos guste o nos desagrade, somos parte de Estados Unidos. Todos vivimos, por ineludibles argumentos, bajo la ancha y enigmática sonrisa del amigo americano.



No se trata sólo de una afirmación política, económica o militar, la cual resultaría evidente. Es algo más profundo que se ha naturalizado en nuestra cultura diaria. Hollywood y la CNN, Microsoft y Walt Disney, Mc Donald y Calvin Klein, Berlitz y la Fundación Ford son huéspedes que se han alojado en nuestros domicilios y en nuestras rutinas. Modelan, directa o indirectamente, la risa, la dieta, la ropa, la fantasía, las diversiones e incluso la mirada y el sentido común de una aldea global cada vez más tristemente uniformada.



Lo que está sucediendo después de los trágicos acontecimientos del 11 de Septiembre, confirma el absoluto dominio de Estados Unidos sobre el actual escenario internacional. Aquel horror fue evaluado por los hijos del tío Sam como un afrentoso golpe a su integridad imperial. Su espléndido aislamiento de post guerra fría, su displicente unilateralismo de superpotencia solitaria resultaron apocalípticamente desbaratados. Un Ä„wow! incrédulo estremeció ese martes negro a los laboriosos viandantes de Manhattan y a todo el público norteamericano. Los maestros del reality-show quedaron estupefactos ante la impecable superproducción de su género favorito. Se sintieron rabiosos, miedosos, justamente airados.



Y desde entonces, vino el desmadre: la normal indignación popular no fue encauzada por las autoridades, sino sobreexcitada por ellas, a través de una declaración catártica de guerra. Prevaleció el patrón western. Se colocó el tradicional wanted – con fotos de gente barbuda y de turbante – en esa moderna calle mayor que es la TV, se puso precio proporcional a las distintas cabezas, los discursos presidenciales no ocultaron, en fin, su carácter abiertamente vengador. Bush manifestó en todos los tonos que le daba igual un Bill Laden vivo o muerto, lo cual era otorgar un permiso institucional para matar.



Muchas de estas acciones y actitudes contravienen claramente el espíritu y la letra de los tratados internacionales. Sin embargo, se han seguido manifestando sin concitar un volumen apreciable de reacciones críticas, tanto en el interior como en el exterior de los Estados Unidos. Era justo que los viejos aliados hicieran frente común con el país agraviado. Pero llama la atención que se hayan plegado prácticamente a todos sus requerimientos. Parece suficiente que hayan sido los propios Estados Unidos los castigados en su territorio para que las leyes internacionales entren en una especie de paréntesis, los gobiernos miren hacia el techo, la ONU se ponga humildemente a la rueda e incluso se produzca un recreo en la capacidad crítica de muchos intelectuales y académicos.



En estos últimos meses, hemos sido testigos, dentro de los Estados Unidos, de decisiones e insinuaciones escandalosas desde el punto de vista humanitario. Son muy inquietantes propuestas como el uso del suero de la verdad o la eventual aplicación de la tortura o el financiamiento de la CIA para la ejecución de Bill Laden o la constitución de tribunales militares para extranjeros acusados de terrorismo o ciertas advertencias a los medios, que no distan mucho de la censura.



Y más turbador es aún el desencadenamiento de una enorme máquina bélica que convierte un problema de política, policía, inteligencia, finanzas y justicia, en un asunto de enfrentamiento total. George W. Bush y su equipo conservador han instalado en la Casa Blanca un estilo primario y extremo de ejercicio del poder imperial.



La extraña guerra en que ha embarcado al mundo le ha dado la oportunidad de exhibir la hiperpotencia que son actualmente los Estados Unidos. Pero su rabia algo adolescente, el orgullo nacionalista excesivo de su entorno, su proclama de que Dios está con los Estados Unidos le está disminuyendo el capital más importante de cara al futuro: la legitimidad política y la credibilidad moral. Bajo los últimos triunfos militares tan contundentes, se esconde la debilidad de un país despavorido que ha echado mano a su panoplia destructiva, para ahuyentar los propios demonios.



En los primeros meses del recién terminado año 2001, se exhibió en Chile la excelente película Once Días, cuyo argumento versaba sobre la crisis de los misiles de 1962 y la pugna Kennedy-Kruschev . Ahí se revelaban las presiones de los halcones para llevar al escenario bélico más duro el enfrentamiento con la URSS, a costa, en este caso, de Cuba. Si Kennedy no tuviera otros méritos, su sola actitud de contención y temperancia ante los que querían convertir la guerra fría en destrucción caliente, lo elevaría a la categoría de un gran político.



Los partidarios de entrar en la pelea consideraban que ésta era el único camino serio y tildaban a esos inexpertos Kennedy de pobres diablos liberales, temerosos ante los deberes de la guerra y engañados por la astucia de los soviéticos. A cuarenta años de distancia, comprendemos que la prudencia del Presidente Kennedy fue mucho más seria, mucho más eficaz y, desde luego, históricamente mucho más acertada que la impetuosidad de aquellos belicistas que golpeaban con tanta convicción la mesa presidencial.



Lo cierto es que John Kennedy obró en un sentido muy distinto al de George W. Bush y que Estados Unidos honra a su asesinado mandatario precisamente por su destreza para triunfar, a través de las artes de la paz, contra las asechanzas de la guerra.



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