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Un año que comienza mal para América Latina

El Estado que tenemos en esta parte del mundo se ha convertido en un peso muerto, rodeado de una retórica de las nostalgias y del ritual de las buenas intenciones. Carcomido por la corrupción e inflado por una burocratización extensiva pero subdesarrollada —pobre, ineficiente, sin controles públicos— el Estado se ha vuelto incapaz de adaptarse a las nuevas exigencias de la sociedad y la economía.


La coyuntura sudamericana al iniciarse el año 2002 es a todas luces adversa. No sólo Argentina se halla sumida en una profunda crisis y al borde de la ruina. Brasil vive momentos de incertidumbre y enfrentará próximamente una difícil elección presidencial. Perú recién está saliendo del abismo al que fue conducido por el régimen de Fujimori y Montesinos, y se debate entre las expectativas y la frustración.



Colombia continua suspendida entre la guerra y la impotencia. Venezuela optó por un régimen caudillista y ahora no encuentra la forma de ponerle límites al caudillo y de recuperar la estabilidad. Más al norte, México se esfuerza por combinar su naciente democracia con las turbulencias que le impone su cercanía con los Estados Unidos, cuya economía ha dejado de actuar como un motor de la zona de libre comercio.



La interpretación usual de esta negativa coyuntura consiste en atribuir sus causas a las llamadas políticas neoliberales, al modelo de apertura económica o al carácter socialmente regresivo que tendría la globalización de los mercados. Los críticos oficiales no muestran en esto, como se ve, demasiada imaginación.



Los males que vivimos en la subregión son anteriores a esas pretendidas causas. Se sitúan más en el plano político-institucional que en el orden de la economía y su gestión. En efecto, si uno observa con cuidado cada una de las situaciones nacionales adversas, a poco andar descubre que su origen radica en una débil estructura institucional y en los rasgos anómicos de las culturas políticas de los países.



¿Cómo así?



Estamos frente al colapso de las estructuras estatales heredadas del siglo 20. Los supuestos sobre los que se construyeron han desaparecido. Ni hay economías cerradas ni hay sistemas de gobierno que puedan responder de manera clientelista a las demandas de los grupos corporativos de la sociedad.



El Estado que tenemos en esta parte del mundo se ha convertido en un peso muerto, rodeado de una retórica de las nostalgias y del ritual de las buenas intenciones. Carcomido por la corrupción e inflado por una burocratización extensiva pero subdesarrollada —pobre, ineficiente, sin controles públicos— el Estado se ha vuelto incapaz de adaptarse a las nuevas exigencias de la sociedad y la economía.



Las instituciones estatales propiamente políticas —gobierno, parlamento, poder judicial— funcionan mal o pesadamente. Habiéndose roto su vínculo con la ciudadanía hace ya rato, éste no ha logrado ser substituido por nada distinto que las imposiciones autoritarias o las ilusiones populistas. De ahí el bajo prestigio que detentan y la escasa confianza de la gente en ellas. De allí, asimismo, su vulnerabilidad frente a las presiones corporativas y al juego de los poderes subterráneos.



Las demás instituciones estatales, particularmente las que están llamadas a regular la economía y a hacer posible el funcionamiento de los mercados, se hallan aún más rezagadas. Surgidas y diseñadas dentro de un clima ideológico que todo lo espera de la administración por medio de comandos burocráticos, no han podido adaptarse a un ordenamiento que surge de contextos de opción y del libre intercambio entre las personas.



En esas condiciones, la mayoría de los países han terminado con economías mal ensambladas que ni se someten al rigor de la competencia, y por esa vía ganan productividad, ni están bajo modalidades modernas de control público, que compensan las limitaciones de los mercados mediante intervenciones cuya eficiencia se evalúa de manera exigente.



La falta de instituciones modernas y maduras se retroalimenta —Ąde forma sin duda perversa!— con unas culturas políticas autodestructivas, donde priman las divisiones por sobre los acuerdos y la visión de cortísimo plazo se antepone a los intereses y necesidades más permanentes del crecimiento económico y el desarrollo nacional; donde la irresponsabilidad se hace pasar (y a veces pasa) por idiosincrasia o toma la forma de una especie de heroísmo marginal; donde no existe la noción de accountability —dar cuenta públicamente a la sociedad— ni existe, por ende, una verdadera vocación democrática, la cual consiste, en última instancia, en responder ante los demás por el poder que se detenta.



En estas condiciones de institucionalidad débil o colapsada y de cultura que no repara en los costos de la destrucción autoimpuesta, los países quedan entregados a la suerte de sus fuerzas centrífugas. Como una ola se extienden los sentimientos anómicos, la desconfianza respecto de la autoridad (cualquiera sea) y la mágica ilusión en las soluciones fáciles: un caudillo u hombre fuerte, no pagar las deudas, un Estado que distribuya subsidios, cerrar la economía, abandonar la democracia, suprimir a los políticos o terminar con las empresas multinacionales.



Son soluciones fáciles mas, según muestra la historia, inconducentes, y a la postre tienen un enorme costo para los sectores menos protegidos de la sociedad.



Haríamos bien en Chile, donde varios de los males enunciados han sido superados o al menos se hallan bajo control, en cuidar lo que hemos construido. En realidad, aunque parezca sorprendente decirlo así, nuestros éxitos principales no han sido económicos sino políticos e institucionales en primer lugar.



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