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De la crisis argentina al cambio de gabinete en Chile

Si la crisis argentina nos muestra la falta de Estado, el cambio de gabinete en Chile, y para ser mas precisos el nombramiento de Michelle Bachelet como ministra de Defensa, muestra simbólicamente la recuperación del Estado chileno para la democracia que han construido los gobiernos de la Concertación, y en este caso muy significativamente el Presidente Lagos. Hay que recordarlo.


Ambos son sin duda los hechos más importantes en esta parte del mundo. La crisis argentina nos muestra lo que nuestras sociedades no han sido capaces de resolver, y el cambio de gabinete en Chile, especialmente en lo que se refiere a la nueva ministra de Defensa (pues los otros cambios son de naturaleza más político-técnica y caben diferentes opiniones en torno a ellos) evidencia el lado de lo que se está resolviendo bien.



Hay al menos tres elementos importantes que cabe destacar de la situación argentina para analizar la realidad latinoamericana tras la democratización política y las reformas estructurales neoliberales. El primero tiene que ver con el comportamiento de los actores políticos y económicos, es decir, lo que se llama la clase dirigente. Tanto la clase política como la económica parecen no haber aprendido ninguna lección del pasado, excepto la búsqueda de sus propios intereses. Luego del paso a una economía neoliberal, ambos siguieron actuando como si nada hubiera cambiado.



El Estado se encerró en el juego político, y sus instituciones y los partidos -que trabajosamente habían ido constituyéndose en un sistema donde la competencia limpia y las coaliciones podían estabilizar la vida política, lo que debe considerarse uno de los logros de la transición democrática- no buscaron corregir y redirigir estas transformaciones, y perdieron toda vinculación con la sociedad.



El desprestigio de la clase política y la falta de credibilidad que derivó de su incapacidad para dirigir el Estado tuvo su punto culminante cuando se impuso la corrupción y el comportamiento mafioso en Argentina en la época de Menem. La idea de país desapareció para dejar paso a la selva de los poderes fácticos, al «arréglese como pueda», al cinismo de los que mandan y a la angustia y el temor de los débiles y pobres, contingente que cada día aumentaba por efectos de la locura de una política económica que nadie quería intervenir.



La incapacidad de la política para dirigir la economía; el abandono de la clase política de su tarea de dirección en una economía neoliberal; la parálisis abismante para tomar decisiones cuando todos decían que se iba al caos, y las declaraciones que aseguraban que aún no se topaba fondo cuando todos eran conscientes de la hecatombe, sólo son comparables a la tremenda irresponsabilidad y el comportamiento delictual de la clase empresarial, que no mostró ninguna conciencia nacional y prefirió llevarse su dinero a otros lugares del mundo.



Todos los actores dirigentes jugaron consciente o inconscientemente a la política de lo peor, y los que no lo hicieron se callaron y se fueron para su casa.



La eterna ausencia de impuestos, por citar un solo ejemplo, muestra que la Argentina moderna nunca tuvo un Estado propiamente tal, y que si tuvo una clase política digna en algunos momentos de su historia e incluso en su pasado reciente, ella se diluyó en el juego político sin contenido ni proyecto que se entregó a la corrupción y al estilo mafioso impuestos por el menemismo, y en el verdadero saqueo especulativo de la clase empresarial.



Ambos dejan planteada la doble tarea de fondo de reconstruir un Estado y una clase dirigente. En tanto no se avance en esa línea no habrá salida seria a la crisis.



El segundo elemento es un saldo positivo que parece apuntar a un rasgo nuevo en las crisis post dictatoriales de los países que vivieron autoritarismos y regímenes militares en los años ’70 y ’80. Paradójicamente, las instituciones y procedimientos para resolver los aspectos políticos de la crisis funcionan.



Hay una deslegitimación radical de la clase política, pero también hay una enorme legitimidad del régimen institucional democrático, y nadie apunta a una solución en sentido contrario. Entre otras cosas, el caso argentino muestra las ventajas que tiene una Constitución legítima, consensuada y no impuesta.



El corolario es que como nunca antes en América Latina, y esto no sólo en el caso que analizamos, asistimos a una crisis en la que el factor militar no cuenta ni participa. Independientemente de las crisis económicas y políticas y aún con sus defectos y su baja calidad en estos países, las democracias están consolidadas, y las soluciones a las crisis se hacen dentro de su marco, principios y mecanismos institucionales.



Una tercera cuestión tiene que ver con la sociedad civil, sus fuerzas y sus límites. Lo más importante, dada la historia argentina, es que sectores medios y populares al margen de sus militancias y organizaciones políticas y sindicales han tenido hasta ahora una participación y movilización -con las excepciones que siempre se dan en estos casos- no sólo democrática, sino de gran sabiduría política: intervinieron no para saltarse las instituciones, sino para hacerlas respetar.



No contando con el mecanismo ciudadano del voto en esos momentos, se hicieron presentes a través del mecanismo ciudadano de la movilización para manifestar su acuerdo o desacuerdo con las soluciones, para defender su nivel de vida, y todo ello exigiendo y respetando el funcionamiento institucional. Hubo aquí una angustia responsable, y no el desborde clásico de la revuelta desesperada o la demanda irresponsable que niega cualquier fórmula de salida.



Lo que llama la atención es por qué esta reacción es tan tardía, y por qué no vinieron propuestas de solución previas distintas al juego político tradicional desde la sociedad civil, los intelectuales y otros sectores, ante la incapacidad de los sectores dirigentes. Hay una inorganicidad de la sociedad civil que hace a muchos de sus sectores cómplices de la clase política, y los constituye en fuerzas de reacción en los momentos extremos. No hay una sociedad civil con una base ciudadana consistente y permanente, capaz de dialogar sistemáticamente con la clase política y dirigente.



Si la crisis argentina nos muestra la falta de Estado, el cambio de gabinete en Chile, y para ser mas precisos, el nombramiento de Michelle Bachelet como ministra de Defensa, muestra simbólicamente la recuperación del Estado chileno para la democracia que han construido los gobiernos de la Concertación, y en este caso muy significativamente el Presidente Lagos. Hay que recordarlo.



La nueva ministra de Defensa es una mujer, es socialista, es hija de un general asesinado por la dictadura militar, es experta en temas de defensa y mostró, además, sus grandes capacidades como ministra de Salud. Si faltaba un gesto que señalara hasta qué punto las Fuerzas Armadas deben estar sujetas al poder político, he aquí el más significativo de todos.



No ha habido un acto de Estado más importante que éste en mucho tiempo. Es en un cierto sentido análogo, aunque de naturaleza diferente, a la creación de la Comisión Rettig, y en menor medida a la Mesa de Diálogo.



Pero es un error interpretar este nombramiento como una muestra que el país está reconciliado. Un acto como éste es sólo una condición necesaria e imprescindible de una reconciliación a la que aún le falta mucho por consolidar. Es cierto que es un avance enorme, sobre todo en el terreno de reconciliación del país y del Estado con sus Fuerzas Armadas, evidenciado en que éstas hicieron en la Mesa de Diálogo un primer reconocimiento implícito de los crímenes cometidos y han pasado cada vez más a centrarse en preocupaciones estrictamente profesionales y prescindentes en política.



Hay que tener mucho cuidado con dar por superado y cerrado el «problema de los derechos humanos» y creer que el país ya se reconcilió. Falta mucho en materia de verdad, y en ello las Fuerzas Armadas son responsables de la información que aún no se entrega. Y sobre todo falta mucho en materia de justicia y castigo a los culpables, casi todos ellos también militares afortunadamente retirados.



También falta el reconocimiento explícito e institucional de las Fuerzas Armadas de los crímenes cometidos. Sólo ese día podría decirse que al menos entre ellas, la sociedad chilena y sus instituciones políticas se ha producido una reconciliación. Y es muy posible que la presencia de la nueva ministra permita que ese día no sea muy lejano.



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