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Tiempos muertos


No podemos regodearnos. Hay que darse con una piedra en el pecho si uno tiene trabajo. Y si además nos pagan con cierta puntualidad ya es mucha la maravilla. Nadie podría pedir refinamientos exquisitos, como que el trabajo nos llene la vida, que tenga sentido y nos permita crecer. Eso ya pasa al ámbito de la utopía.



Nos hemos resignado, por lo tanto, a tomar el trabajo como una obligación, a hacer pegas repetitivas y absurdas, en ambientes humanos enrarecidos por las competencias y pujas de poder, atendiendo con la mejor sonrisa a clientes antipáticos, neuróticos, que aprovechan de desquitarse de las frustraciones y pisotones que han padecido en sus propios laburos.



Aceptamos también, con la cara llena de risa, jornadas de doce horas y turnos dominicales. Lo peor es que el poco tiempo libre de que disponemos termina llenándose de compromisos y obligaciones. Hay una cantidad de ritos y ceremonias que saturan la vida social y que de alguna forma sustituyen el intercambio suelto y la convivencia espontánea.



Una plaga de actos conmemorativos, aniversarios, homenajes, graduaciones, presentaciones de libros y un largo etcétera copan el escuálido tiempo de libre disposición que va quedando en nuestras agendas.



En las instituciones públicas, y principalmente en la vida militar y académica, se observa una profusión de estas actividades ceremoniales, que en las empresas encuentran su equivalente en los llamados eventos. Éstos tienen un formato menos solemne, aunque igualmente ritualizado, y exigen ciertas pautas de comportamiento que excluye la espontaneidad.



Tanto han proliferado estos ritos que hay empresas que se dedican a producirlos y administrarlos, y profesionales expertos en relaciones públicas, ceremonial y protocolo, que ofician como maestros o sacerdotes de estas liturgias.



Hay veces en que recibimos la invitación para algunos de estos actos con el mismo fastidio que si se tratara de una orden de trabajar sobretiempo sin pago extra. Además, casi siempre la tarjeta viene con un RSVP, que por suerte se ha venido castellanizando en un SRC (se ruega contestar). Por añadidura, recibimos el llamado de una amable secretaria para confirmar nuestra asistencia.



Y como tenemos algún compromiso con la institución organizadora o con el fulano que va a hacer uso de la palabra, en lugar de irnos a la casita o a tomar un trago en un bar terminamos sentados en una sala, escuchando conferencias sobre temas que no nos interesan, dormitando ante un discurso florido u oyendo el panegírico que le dedica el presentador de un libro a su autor.



No producen un entusiasmo mayor las invitaciones que los matrimonios. La mayor parte de las veces éstos se limitan sólo a la parte ritual, no a la festiva. Es decir, nos invitan no a la fiesta sino a la ceremonia religiosa, que la verdad no ofrece muchas sorpresas. No he tenido la suerte, por ejemplo, de asistir a algún matrimonio en que alguno de los dos contrayentes diga que NO. Eso sólo ocurre en las películas.



En la vida real las bodas suelen ser idénticas unas con otras, y eso lo saben mejor que nadie los que se dedican a grabarlas en video. Para peor, la invitación viene con el agravante de una discreta estampilla del departamento de novios de alguna multitienda, lo que implica comprar uno de los costosos regalos preseleccionados. Ya pasaron los tiempos en que se podía salir del paso regalando un florerito, un cenicero o alguna otra baratija adquirida en las importadoras orientales.



El asunto es que al trabajar jornada y media y al sobrecargar la agenda de actividades sociales ritualizadas hemos excluido en gran medida de nuestras vidas lo festivo. La fiesta es el tiempo de lo imprevisto, de la trasgresión, la parodia, la burla, la risa, es decir, lo diametralmente opuesto a las solemnidades, las pompas y las circunstancias.



Es posible que la alta incidencia de depresión de los santiaguinos tenga que ver con esta exclusión de lo carnavalesco, que es el paréntesis festivo que permite retomar después las fastidiosas rutinas cotidianas.



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