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Un O’Higgins olvidado

Este O’Higgins olvidado debe ser rescatado entre las sombras del olvido. Debe ayudar a que lo conozcan los jóvenes que buscan un ideal que seguir, un ejemplo que imitar y una empresa grande que compartir. Sin éstos no hay esperanza, triunfo ni celebración en el Bicentenario de nuestra independencia.


Los pueblos sin historia son como árboles sin raíces: simplemente no existen. Las personas, como las comunidades, requieren identidades fuertes para poder transitar por esta vida, siempre tan compleja, incierta y cambiante. Hay que saber de dónde se viene para tener alguna noción de hacia dónde se va. No tener claras tales orientaciones nos condena a errar de una parte a otra, en constante vagar existencial.



Chile debe estudiar, pensar, escribir y hablar más y mejor acerca de su historia. En caso contrario, el bicentenario solo será una fecha más, carente de todo significado. Si queremos que el 18 de septiembre de 2010 sea motivo de fiesta verdadera, deberemos tener claro qué estamos celebrando. Y tal evaluación solo podremos hacerla si recordamos los objetivos que nos planteamos como nación entre 1810 y 1818, en medio de juntas, cabildos, campos de batalla y templos católicos.



Para muchos jóvenes la historia es recordatorio infame de fechas, gestas y personajes, cada cual más lejano. Y si los jóvenes no aprenden a amar su país, malamente serán buenos ciudadanos, celosos republicanos y fieles demócratas.



Así caemos en don Bernardo. Lo hemos convertido en un personaje que genera indiferencia o cansancio mayoritario entre nuestros jóvenes pues se le asocia con natalicios, batallas y efemérides. Y fue un hombre notable, sin embargo.



Primero que todo, fue hijo natural en un país en que el nacer con dos padres conocidos y cariñosos sigue siendo excepcional. Al intentar ser reconocido como sucesor del Marqués de Osorno, solo recibió desprecio de parte de la aristocracia hispana. Don Bernardo nunca lo olvidó y fue un campeón de la igualdad, no solo al pensar en los españoles y chilenos, sino también en quienes él llamaba araucanos.



Fue un joven extraordinariamente culto para su época. Educado en la Escuela de Naturales de Chillán bajo la guía cariñosa de los franciscanos, en Talca y en Inglaterra, dominaba idiomas, citaba a los clásicos y se inspiraba en una lejana pero extrañada Araucana.



También fue un adelantado y laborioso agricultor. Si no hubiera sido porque nació chileno, él mismo declaraba que su vida hubiera sido el feliz cultivo del campo. Lo que un padre culposo le heredó, la hacienda Las Canteras, fue empresarialmente administrada de manera exitosa. Pero su amor republicano y patriótico fue superior, así que lo sacrificó todo por sus sueños. Lo poco que quedó de sus bienes lo destruyeron los españoles con especial crueldad.



Fue un joven que a los 39 años asumió todo el poder del naciente Estado. Consciente de sus defectos, primero intentó no reemplazar a José Miguel Carrera, y luego a José de San Martín. Aceptó y ejerció el poder sin vacilación. Sus proyectos iban desde construir una costosa escuadra para liberar Perú hasta poblar Magallanes. Fue un adelantado en muchos aspectos, y por eso se granjeó poderosos enemigos.



Era muy tolerante con los masones y los disidentes religiosos. Demasiado igualitario y americanista, resultó finalmente inaceptable para la aristocracia santiaguina.



O’Higgins fue un americanista de carta cabal. Para él, Argentina, Chile y Perú eran parte de un mismo y solo proyecto. Su maestro fue el venezolano Miranda, su jefe político y guerrero el argentino San Martín y su compañero final fue Bolívar. Con él buscó un Ayacucho que Sucre casualmente alcanzó. Estando en el exilio intentó evitar la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, y predicó a don Manuel Bulnes moderación y compasión hacia los derrotados.



Es cierto que el miedo a vivir la anarquía que destruía Argentina y Venezuela lo alejó de los ideales republicanos de su juventud. Igualmente, es innegable que se dejó adular e influir por oscuros asesores y cofradías. Por último la pasión, los difíciles momentos que se vivían y los arteros ataques que recibió lo llevaron muy lejos en la persecución de sus enemigos. Quedó involucrado en asesinatos u oscuros fusilamientos.



Sin embargo, fue generoso en el desprendimiento del poder. Evitó una guerra civil y partió al exilio ofreciendo su pecho desnudo a la venganza y a la acción de los ofendidos por el ejercicio de tanto poder que tuvo.



Destacó como soldado. En El Roble recogió una vieja tradición republicana y la lanzó al viento con el grito «vivir con honor o morir con gloria» con el que torció el resultado de un combate. En Rancagua, ante el horror de mil quinientos patriotas muertos, la división y retirada del ejército de José Miguel Carrera y la amenaza posterior que venía desde Cádiz con diez mil soldados españoles más, decide continuar la lucha. Un temple y una fortaleza impresionantes lo conducen siempre, herido y abatido o sano y ganoso, al campo de batalla.



Finalmente, el cristiano. No creo que sea mucho decir que siendo un creyente católico del siglo 19, fue un adelantado en su respeto a los disidentes, en la importancia que sabía que tenía la religión para el triunfo de sus sueños, en evitar los excesos del maridaje entre la Iglesia y el Estado y en su postrer intento de predicar el ecumenismo entre anglicanos, católicos y cristianos orientales. En todo esto se ve una impronta fuerte de un hombre de sinceras convicciones religiosas. Murió vestido con hábitos franciscanos y descalzo, sin trompetas ni fanfarrias.



Este O’Higgins olvidado debe ser rescatado entre las sombras del olvido. Debe ayudar a que lo conozcan los jóvenes que buscan un ideal que seguir, un ejemplo que imitar y una empresa grande que compartir.



Sin ellos no hay esperanza, triunfo ni celebración en el bicentenario de nuestra independencia.



* Abogado y cientista político, director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).



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