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Transparencia, pero sin «vidrios de catedral»


A algunos les interesa la transparencia, pero con vidrios de catedral. El gran tema de la política contemporánea es fortalecer y modernizar las organizaciones públicas, pero con una claridad prístina y una decisión política sin medias tintas.



Cuando enfrentamos la evidencia dramática de la nación argentina, donde el Estado ha colapsado por el efecto de la corrupción y el descreimiento que ha producido en la gente, uno no puede evitar un escalofrío al observar cómo se van imponiendo en nuestras sociedades diferentes tendencias corrosivas de la institucionalidad.



El desafío de modernizar las instituciones públicas y contar con un Estado fuerte implica muchas variables. Se traduce, por ejemplo, en la capacidad del Estado y las organizaciones públicas para tercerizar obras y suministros con participación de privados. Pero es el deber del Estado ejercer una fiscalización eficaz con una honestidad incuestionable de quienes deben gerenciar intereses públicos.



Cuando se falla en esto, el interés público es subordinado a intereses sectoriales y privados. Si no existen controles cruzados, prensa libre y activa en la denuncia de hechos censurables, existe un alto riesgo que los procesos de privatización lleven, como ha sido la realidad de los procesos vividos por la región, a concentración de la riqueza y a la inequidad. Por ello, dimensionar la transparencia como el valor elemental de un sistema democrático no es sólo una expresión de deseo: es la determinante demanda de una ciudadanía que necesita confiar en la justicia, en la imparcialidad, en ese adagio que señala que ley pareja no es dura.



¿Qué ocurre cuando las reglamentaciones son confusas y los vericuetos procesales terminan protegiendo al que delinque y castigando al justo? ¿Cuando los burócratas que deben controlar claudican ante la coima, ante el tráfico de intereses? Muchas veces las propuestas para hacer traslúcida la gestión pública tropiezan con lecturas interesadas de los que deben dirigir los procesos de modernización.



En una ocasión, por ejemplo, en el Grupo de Río se pidió auditar el destino de los recursos de cooperación de los organismos regionales, para conocer la efectividad del gasto y saber en qué se habían invertido los escasos recursos disponibles. Entiendo que esa auditoría jamás se realizó.



Transparentar la gestión pública con el uso de las modernas tecnologías de información y comunicaciones es algo factible. El gobierno electrónico llevado a la práctica con redes de cooperación y control de las obras públicas es un procedimiento ya establecido en otros países, como los de la Unión Europea, han logrado. Lo difícil es la voluntad política necesaria para abrir las cajas negras, podar gastados y pesados organigramas y evaluar inconsistentes presupuestos históricos.



Luchar contra usos y prácticas, contra culturas de mediocridad que imponen rendimientos a media máquina, es otro frente que se debe encarar con decisión política. Es urgente en América Latina evitar que el Estado se transforme en el botín del triunfador o el trampolín para generar fortunas. Si no, se puede llegar a la situación límite en que nada queda del Estado sino derruidos edificios de otras épocas.



La situación de destrucción nacional que conlleva el debilitamiento del Estado debe motivar a la madurez cívica, a la participación ciudadana, a la racionalidad en las demandas y la generación de consenso en las fuerzas sociales y políticas. También se necesita de estadistas que sean capaces de tomar las riendas para la recuperación del Estado.



Hay una tenue línea que separa la corrupción del lobby empresarial. Las corruptelas empiezan cuando el privado ofrece prebendas al servidor público, y éste ve en su paso por el Estado una ocasión de enriquecimiento personal, de plataforma política o de alianzas tejidas en función de intereses personales o sectarios.



El paradigma de un Estado fuerte significa velar por el bien común, con un personal imbuido de un sentido de servicio público que sea el de servir al Estado y no a un gobierno de turno. Un personal que esté protegido de la injerencia política, con una carrera funcionaria que permita destacar y premiar al buen funcionario, un sistema de evaluación por resultados, una incorporación del trabajo en redes y el fin de los compartimentos estancos entre las organizaciones que deben coordinarse.



La necesidad de un Estado probo con una gestión pública transparente, ha sido remarcada por el Banco Mundial, entidad que hace muchos años ha señalado que no habrá equidad, estabilidad ni crecimiento si el Estado no es capaz de regular y fiscalizar el mercado. El problema es que hoy crece en los países la desprotección ciudadana. El caso de Argentina es la mayor evidencia de la depredación que los actores políticos y económicos hicieron del Estado, estrujando a más no poder su enorme organigrama.



Un Estado debe mantener sanas cuentas nacionales, lo cual nos lleva a la efectividad de sus aparatos de fiscalización tributaria y a todos los organismos concebidos como superintendencias sectoriales, que deben contar con los medios para ejercer el control de manera oportuna, con imparcialidad, independencia, probidad y transparencia. Un Estado débil, ineficaz y cruzado por los tentáculos de la corrupción es presa fácil de las mafias internacionales, del tráfico de drogas o del lavado de dinero.



Fácilmente claudica el interés general por un ecosistema sano para las futuras generaciones frente a presiones económicas de corto plazo. A nivel estratégico, las actuales hipótesis de conflicto marcan el riesgo que enfrentan los países uno de sus pilares fundamentales. Es la corrosión de las instituciones y la pérdida de legitimidad de las mismas, en la medida que la población va perdiendo confianza en ellas.



Las mafias mundiales, por su parte, gestionan sus negocios como una multinacional silenciosa. Frente a esto, los Estados proponen la ejecución de actividades para defenderse del cáncer y la metástasis que provocan estas acciones veladas, persistentes, peligrosamente organizadas. Esas mafias despliegan una capacidad de inteligencia tal que llegan a tomar posiciones en puntos claves de la institucionalidad, en los sistemas judiciales, policiales y legislativos de los países. Usan la herramienta del terror como palanca de disuasión o destrucción hacia quienes se les opongan.



Por ello, nunca será demasiado insistir en la revisión profunda de un modelo económico que ha admitido el descontrol y un estilo de gestión pública que avanza a marcha pesada hacia niveles de real transparencia, con los reclamos y vestiduras rasgadas de quienes por siglos hicieron de las tinieblas el mejor ambiente para funcionar, de espaldas al soberano ideal que es el pueblo.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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