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Lavín y el «blanqueo» de la derecha


Es comprensible la irritación que provoca Joaquín Lavín en la Concertación. Con o sin viaje a Cuba, pero más todavía con esa estadía en la isla y sus encuentros con Fidel Castro. El asunto es mucho más profundo que unas fotos con el líder barbudo -ya viejo y carrasposo- y esa cierta desideologización del presidenciable de la derecha; tal vez el único presidenciable de ese sector justamente por su ausencia pública -subrayemos, sólo pública- de ideología.



El fenómeno que se está viendo es que Lavín, solo y por sí mismo, está «blanqueando» a la derecha de su complicidad con la dictadura sin que medie ni expresiones de mea culpa, ni, sobre todo, sinceras peticiones de indulgencia.



Muchos, en el oficialismo, han soñado con un acto de contrición de la derecha. Un acto en grande y de rodillas. No lo habrá.



Sin embargo, todavía quedan algunos gestos. Claro, José María Aznar ya se matriculó con una frase de antología, que Lavín bien podría usar en algún instante, esa que dice «soy hijo de la democracia y no nieto de la dictadura». Pero ya llegará la hora de una parrafada como esa, similar o incluso textual, que nadie acusará al militante de la UDI de copión.



Si hay algunos en la oposición que se han agriado por la cita de su líder con Castro y, después, por las frases conciliadoras de Lavín hacia Fidel, deberían meditarlo más y ver el favor que a ellos -a los de gesto agrio- les está haciendo el alcalde de Santiago.



Por su parte, en el oficialismo todavía hay quienes alegan que Lavín no se muestra como el político que es, sin percatarse que Lavín es, tal vez, el más político de la oposición, haciendo una política distinta a la que la Concertación quisiera. Una política que día a día corta lazos con la dictadura y eso, en definitiva, hay que agradecerlo.



¿Cuántas veces en la Concertación se alegó porque Chile requería una derecha «democrática»? ¿Cuántas veces se aplaudieron gestos de distanciamiento con el régimen militar? ¿No era eso lo que querían?



A Andrés Allamand no le resultó porque lo pretendió hacer desde la política clásica. Lavín ha sabido, ayudado por el tiempo, que todo desvanece, irlo haciendo dando un rodeo, periféricamente, de refilón y oblicuamente. A la chilena, podríamos decirlo.



En la Concertación es obvio que eso irrita, porque Lavín ha sabido salirse del escenario del sí y del no, que desde 1988 estableció un tablero en el que la oposición a la dictadura siempre contó con piezas de ventaja.



Los partidos de gobierno, las administraciones anteriores -y particularmente la de Patricio Aylwin- deberían meditar porqué se ha llegado a la hora actual, donde la derecha se desprende, sin dramatismo, sin culpa y sin costos, de su afinidad con el gobierno de Pinochet. Fue la transición instalada por ese primer gobierno de la Concertación la que prefirió omitir, o a lo menos suavizar, esas diferencias sustanciales que marcaron el plebiscito de 1988. Fue esa transición -con su miedo a los boinazos, su miedo a despachar de inmediato el paquete de reformas constitucionales democratizadoras, su «justicia en la medida de lo posible»- la que no exigió un mea culpa que, a estas alturas, resulta una demanda extemporánea. Aclaremos: no una demanda injusta e innecesaria. Pero sí fuera de contexto por el contexto creado por la transición.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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