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El Sr. Presidente de la República y la soberbia


Muchos de los opositores del actual gobierno sostienen que nuestro actual Presidente es hombre soberbio. Impresión que también surge entre las filas del oficialismo. Un connotado analista de gobierno señalaba hace unos meses atrás que en una coalición dividida entre autoflagelantes y autocomplacientes teníamos un Presidente autosuficiente. Pareciera ser que la virtud de siempre del político es la humildad. Y la humildad es lo opuesto a la soberbia.



Bueno, lo anterior no es cierto.



La humildad es una virtud que por lo pronto es propia de la tradición judeocristiana. Ni griegos ni romanos veían con simpatía una persona humilde, que se hacía humo, polvo ante el adversario o el correligionario. ¿Por qué? Porque la virtud del político republicano era para ellos la magnanimidad, es decir, el sentirse digno de hacer grandes cosas. Nietszche abominaba justamente por esto del cristianismo de su época. Moral de esclavos decía, no de hombres valerosos y nobles con aspiraciones a ser superhombres. Superhombre que, según Chesterton, andaba buscando siempre en el espejo.



Nietszhe se equivocaba a propósito de su lectura del cristianismo. En efecto, la visión de la humildad es que ella es una virtud cuyos opuestos son la soberbia y la pusilanimidad. Un pusilánime que no sabe defender sus derechos ante los otros no es una persona humilde. Tampoco lo es una persona que no se plantea grandes cosas para su vida personal y comunitaria. Hemos llegado al centro del alegato.



La humildad es hermana gemela de la magnanimidad. La humildad se opone a la soberbia que es el creerse superior y casi un Dios. Soberbio es Adán cuando quiere poseer los mismos conocimientos que su Creador. Magnánimo es Moisés cuando conduce a un pueblo por el desierto en busca de la Tierra prometida y no deja de luchar contra la cobardía y pusilanimidad de un pueblo de esclavos que quería volver a la tranquilidad de Egipto.



¿Qué quiere decir magnanimidad? Es el compromiso que el espíritu voluntariamente se impone de tender a lo sublime. Magnánimo es aquel que se cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordinario y se hace digno de ello. El magnánimo es en cierto modo caprichoso; no se deja distraer por cualquier cosa, sino que se dedica únicamente a lo grande, que es lo que a él le va. El magnánimo no le tiene miedo al fracaso. Más aún, hay veces que avanza resuelto a la derrota pues sabe que lo que hoy es pérdida, mañana ante la historia, puede ser victoria.



Por eso, y de cara a los desafíos que tiene Chile hoy volvamos a dar una nueva vista a las características de nuestros líderes políticos. ¿Soberbios? ¿Pusilánimes? ¿Magnánimos? ¿Humildes?



Si coincidimos que a pesar de todo lo hecho, Chile está aún muy lejos de alcanzar el sueño republicano, democrático y de ser un país desarrollado para el Segundo Centenario, lo que requerimos es magnanimidad para tomar decisiones difíciles.



Hay quienes prefieren reformas políticas duras y otros se conforman con «blandas». Hay quienes prefieren privatizar y otros aumentar el gasto fiscal. Hay quienes buscan desregular y otros insisten en el papel protector del Estado. En cada reforma importante, laboral, política, fiscal, surgen las dudas y temores.



Además, a partir del 11 de marzo, la capacidad del gobierno es menor que en el 2001, pues su mayoría se acortó violentamente en la Cámara de Diputados. El gobierno necesita más que nunca cohesión política. Sin ella y sin tener mayoría en el Congreso el presidencialismo latinoamericano muestra sus peores defectos.



Este el problema del Presidente Ricardo lagos. Debe tomar decisiones sustantivas y no parece tener un sólido bloque de apoyo en ninguna de las grandes direcciones: liberal o socialdemócrata, democratizadora o estabilizadora en el status quo. Sabe que con un giro empresarial y pro mercado se granjea la animadversión de un grueso del electorado que lo llevó a la Moneda y a un bloqueo parlamentario de sus propios adherentes. Y si gira hacia una dirección más socialdemócrata los poderes fácticos lo presionarán hasta hacer «chirriar los dientes».



Hay quienes le dicen todos los días al Presidente que no debe repetir el fracaso de la izquierda de 1973. Que no debe pelearse con los grandes poderes. Pero la cuestión es que de tanto predicar el miedo a 1973, terminemos con un gobierno que no es capaz de relanzar a Chile a un destino de grandeza.



Hay que tomar decisiones y retomar el rumbo de los cambios que la Concertación nunca debió aflojar ni menos entregar. No temamos a los reveses parlamentarios a manos de la Derecha. Temámosle más bien a nuestras propias debilidades.



No perdamos la ambición. El político de verdad siempre quiere sobresalir ante el juicio de sus pares y de la historia. Debe moderar sus ambiciones mediante la templanza, ciertamente. Y debe ser humilde en sus limitaciones, verdad igualmente. Y debe ser magnánimo. Y eso es lo que Chile necesita. Que el 2010 esté más cerca de la fortaleza y justicia de los patriotas de 1817, que de la extrema prudencia y templanza de los gobernantes de 1910.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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