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Maquillaje


Es sintomático cómo el aparato del Estado se ha ido llenando de periodistas. Que se entienda: no periodistas que andan por allí reporteando para un medio, sino que trabajando para el aparataje estatal. O sea, que han renunciado -a lo menos temporalmente- al ejercicio clásico de la profesión para dedicarse a las relaciones públicas, a la difusión, a la propaganda. El caso ha llegado a tanto, que ya no bastan con los periodistas de un ministerio: se les agregan otros para trabajar exclusivamente con el ministro y, por alguna extraña razón, las necesidades crecen y ellos se multiplican.



Algo similar ocurre en el mundo privado, con su departamentos de comunicaciones, relaciones públicas, difusión, etcétera. Sin contar, claro, el florecimiento de las empresas de asesorías comunicacionales.



Y es por eso que uno se ve inundado por informes, mails, sobres llenos de papeles sospechosamente pulcros, como una mano enguantada que quiere adormecerte con formol para desangrarte en el sueño.



Aclaro de inmediato: el trabajo es el trabajo y la necesidad es necesidad. A menudo no queda más que trabajar donde se pueda y eso, de por sí, ya es una tarea pesada. Nadie está libre de terminar un día en una pega de ésas, Ä„pero que no se diga que se está haciendo periodismo!



Es bueno saber que una de las grandes conquistas del Colegio de Periodistas ha sido lograr que el Estado sólo contrate a periodistas titulados para estas funciones, una suerte de «corralito» chilensis, donde se asegura el acceso de una cierta casta a esos puestos de trabajo, lo que en tiempos de cesantía alegra, aunque las plazas disponibles no dan para reducir la corte de profesionales buscando pega.



Todavía no sé cómo esa «conquista» -que, rectifico ahora, debería ponerse entre comillas- fortalecerá el rol del periodismo en su tarea de investigar, denunciar, fiscalizar, democratizar la información, porque más me parece que generará, a la larga, a un nutrido ejército de ex reporteros tentados, domesticados, en confundir un comunicado con una noticia.



En cuanto a la política, esta multiplicación de periodistas trabajando en el gobierno o la oposición tiene una explicación simple: cada día la política se hace a través de los titulares de los diarios (ni siquiera en las crónicas, basta el titular) y las notas de televisión. Y, como se sabe, no es condición necesaria mostrar una obra para adjudicarse un pantallazo o una foto.



Incluso uno podría decir que la política actual consiste, en buena medida, en lograr la exposición pública -como sea- para, usándose de ella, pretender hacer algo (y, conscientemente, acudo al vago término de «algo», porque no me atrevo a escribir, por ejemplo, «exponer una idea»).



Por eso, en época de campañas electorales, podemos saber con mayor certeza el color del calzoncillo de un postulante que su posición sobre un determinado tema, si es que la tiene. Vivimos la era de los maniquíes, de los maquillajes indispensables. Si para el inicio de la transición se miraba con cierto ingenuo asombro cómo se gastaban tantas energías en escoger el color de una corbata en un foro televisivo, hoy día ese desasosiego se ha esfumado.



Para lograr eso han puesto su granito de arena, como se usa decir, una corte de distinguidos periodistas, reciclados a la propaganda, que, con folletos bien almidonados, han sabido destacar las cualidades de sus clientes a partir de su dentadura -no pocas veces a través de una foto retocada- más que de sus ideas. Porque, habrá que reconocerlo, cada vez éstas importan menos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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