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Educación superior para todos


Todavía existe, en diversos círculos, una visión aristocratizante o elitista de la educación superior. Se piensa que ella debería servir solamente a una minoría, a veces definida por el talento, otras por el mérito, y en ocasiones por la capacidad de pagar una matrícula.



Antiguamente así funcionaba la educación superior. Establecida en unas pocas universidades (pero subsidiada por toda la sociedad), ella sólo acogía a the best and the brightest. A ese pequeño y selecto grupo conformado por quienes el sociólogo Pierre Bourdieu denominó «los herederos». Esto es, la flor y nata de la (alta) sociedad, los elegidos, esos jóvenes portadores de un sólido capital cultural transmitido por la familia, de acuerdo a su posición social y económica.



Así, por ejemplo, el año 1950 acudían a las universidades chilenas sólo 2 de cada 100 jóvenes del grupo de edad correspondiente. Todavía a mediados de los agitados años ’60, nada más que 5 o 6 jóvenes de cada 100 tenían ese privilegio. Los restantes 95 jóvenes no podían siquiera soñar con acceder a los estudios superiores, aún cuando sus padres, frecuentemente, debían pagar (vía sistema impositivo) por la educación superior de los hijos de la burguesía y la clase media. En tal esquema pues, recordado y nostálgicamente invocado por los neo-conservadores, los desposeídos financiaban la universidad de «los herederos». Tamaño contrasentido es considerado, hasta hoy, como la época dorada de la universidad chilena. Ä„Tremenda paradoja!



Afortunadamente, todo eso está cambiado en Chile y en la mayor parte del mundo.



Hoy día, en nuestro país uno de cada tres jóvenes del grupo en edad de cursar la enseñanza superior está inscrito en una universidad, instituto profesional o centro de formación técnica. Es de las cifras más altas de la región latinoamericana. A su turno, más de la mitad de los aproximadamente 450 mil alumnos se hallan matriculados en una institución privada.



En otros países las tasas de participación son todavía más altas que ese 33 por ciento chileno. Por ejemplo, en los Estados Unidos, Canadá, Japón y algunos países europeos 2 o más de cada 3 jóvenes están cursando estudios superiores, haciendo real aquel sueño que algunos teníamos en los años ’60 de alcanzar una «educación superior para todos».



Incluso, los países de la OECD van más lejos y hoy la meta de ellos es asegurar educación a lo largo de la vida para todos.



Estas tendencias responden a una necesidad de los sistemas productivos, a la gradual aparición de las economías basadas en el conocimiento y a la formación de la sociedad de la información. Por esos tres conceptos, los sistemas educativos se han visto obligados a expandirse en todas las direcciones y deberán seguir haciéndolo.



Pero, además, hay envuelto aquí un asunto de derechos básicos de las personas. Pues independientemente del contenido económico-productivo de la educación, resulta cada vez más evidente que ella es un prerrequisito para la democracia y un fin en sí mismo, asociado al pleno desarrollo de las facultades humanas de cada individuo.



¿Cómo entender entonces la resistencia existente en los círculos elitistas frente a la irresistible democratización que experimenta la educación superior?



En primer lugar, ella se explica por la repugnancia que los elementos aristocratizantes han sentido tradicionalmente por la difusión de la educación y los bienes culturales. Basta recordar aquí lo difícil que fue convencer a esos círculos de la necesidad de dar a toda la población (incluidos a los hijos de plebeyos y campesinos y a las mujeres de todas las clases) una escolarización elemental.



En segundo lugar, dicha reacción adversa tiene que ver con el desprecio que los elementos aristocratizantes muestran frente a cualquier proceso de masificación, especialmente, cuando éste incorpora a los hijos de las clases populares. Imaginar que éstos puedan acceder a la universidad o a la enseñanza superior, que puedan tener títulos de abogados o contadores, que concurran a los conciertos y lean libros es motivo de una profunda inquietud e incomodidad para «los herederos» de la alta cultura. Sienten que los bárbaros están a las puertas de la ciudad letrada y contaminan con su vulgaridad el jardín del conocimiento y los estándares de belleza de los pocos escogidos.



Por último, agita a esos «espíritus selectos»Â—incluso entre aquellos que suelen auto-proclamarse como críticos, ultraliberales o progresistas—el hecho de que la universidad baje de su pedestal y acoja en sus aulas a los alumnos provenientes de escuelas municipales, de la provincia, de las familias sin educación, sin apellidos, sin capital cultural, desprovistas de conexiones, con bajos puntajes en la Prueba de Aptitud Académica.



Nada nuevo hay pues bajo el sol. Igual como ayer estos mismos elementos nobles rechazaron como una utopía populista y destructiva de cualquier valor que la educación primaria se extendiera a todos los niños, y luego se opusieron a una enseñanza secundaria universal, hoy se revuelven contra la masificación de la enseñanza superior.



Ven tras la apertura democrática de la enseñanza superior una amenaza a su propio status y sufren con la sola idea de compartir oportunidades que hasta ayer se hallaban reservadas solamente a ellos. A los de gusto exquisito y fino talante.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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