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Bajo sospecha

La CIA recuperó sus poderes justo cuando se decodificaban oscuros episodios de intervencionismo en América Latina durante los años ’60 y ’70. Preocupa que el clima beligerante, en este caso contra un enemigo difuso y no definido con precisión, deteriore la calidad misma de la democracia norteamericana.


Al bajar un software de Internet me sorprendió un mensaje nuevo, que decía algo así como: «declara usted que no tiene relación alguna, de amistad, parentesco o política con ninguna persona de Irán, Irak, Cuba, Corea del Norte… Si usted miente estará sujeto a la ley norteamericana.»



Después de haber vivido 16 años en un estado de excepción, el cuero se nos puso duro. Sin embargo, 12 años de democracia, mal que bien, nos habían relajado y empezamos a recrear las tertulias de tolerancia, la esgrima social de la palabra sin restricciones para expresar las diferencias, con espacios para reencontrarnos como compatriotas o como latinoamericanos, pese a sostener visiones diferentes.



Al menos recuperábamos la capacidad de aceptarnos sin la pretensión de imponer dogmas o aceptar que nos fijen censuras o reglas autoritarias. El savoir vivre del libertino había comenzado a correr como verdadera adrenalina cívica por las estructuras de la sociedad.



Sin embargo, a partir de los atentados terroristas en Nueva York y Washington el 11 de septiembre del siglo 21 se trastrocaron nuevamente las cosas, y un escalofrío nos recorrió por parejo. Desde ese momento una declaración de guerra genérica, una absurda definición del bien contra el mal, gatilló nuevamente el recóndito miedo acumulado, y la piel de gallina anunció el cambio de era, la involución hacia una nueva etapa confrontacional. La superpotencia hegemónica puso en marcha su más poderosa locomotora de crecimiento económico: el armamentismo y la guerra.



En estos seis meses se han delineado con afiebrado patrioterismo consignas altamente peligrosas, porque en el concepto de enemigo caen todos quienes puedan criticar las decisiones del imperio. A los tribunales de justicia norteamericanos, ampliamente publicitados mediante exitosas teleseries del cable, les ha sido reducida su jurisdicción. En la base de Guantánamo no hubo Quinta Enmienda para los prisioneros de guerra talibanes, y ni siquiera se les reconoció como tales.



La CIA recuperó sus poderes justo cuando se decodificaban oscuros episodios de intervencionismo en América Latina durante los años ’60 y ’70. Preocupa que el clima beligerante, en este caso contra un enemigo difuso y no definido con precisión, deteriore la calidad misma de la democracia norteamericana.



En los escenarios actuales, ¿qué contrapeso institucional podrá oponer el Congreso norteamericano a las políticas actuales del Pentágono, la CIA y la Casa Blanca?



El caso Enron, que ha jaqueado a la administración Bush, quizá pueda marcar una delimitación democrática, o tal vez ello se pueda lograr con la nueva reforma impulsada en Estados Unidos para regular el financiamiento de los partidos políticos. Lo cierto es que en un estado de guerra el sistema democrático ha debido resignar importantes valores.



La visión mesiánica de George Bush hijo es peligrosa hasta para sus más cercanos aliados. La propia OTAN tuvo que resignarse a las directrices imperiales, y esto se notó en el débil peso que tuvo Gran Bretaña, aliado principal de Estados Unidos, en su propuesta de respaldo a un Estado Palestino y la presión sobre Israel para que abandone los territorios ocupados. En definitiva, en estos seis meses la paz se ha alejado y EEUU ha tomado en forma directa la mediación para la paz en Medio Oriente.



El orden imperante amenaza a dividir de nuevo el mundo con peligroso maniqueísmo, con un simplismo que causa alergia al intelecto. Esta vez la división entre buenos y malos tiene una connotación religioso-política que se traduce en fundamentalismo e intolerancia, con escasa capacidad para los Estados de plantear independencia o no alineación.



Las personas libertarias, críticas e independientes están bajo sospecha. El sistema imperial se arroga la imposición de su orden por encima de las fronteras.



La hipótesis de conflicto es hoy la lucha contra el terrorismo, pero queda pendiente la delimitación del concepto. Si aplicáramos la máxima bíblica «por sus obras los conoceréis», cualquier persona, grupo, secta o Estado que aplicara mecanismos contrarios al Derecho para el logro de sus fines, por muy elevados o generosos que parezcan, caería en la categoría de terrorista.



Lo grave es que en política internacional la moral es obsecuente y se somete al llamado interés nacional, y éste, a su vez, es la expresión o discurso de quien ejerce el poder. Si esto no se enmarca en reglas de conducta mundiales, podría servir de paraguas a las acciones más repudiables bajo la excusa de necesidad de Estado.



En estos primeros pasos del siglo, las personas que amamos la libertad nos sentimos observadas, cateadas a la distancia por los censores del establishment. Es la sensación de quedar encasillados en las bases de datos de algún organismo de seguridad hemisférico, la percepción de ser observados y auscultados por ser sospechosos, por no tener el hábito genuflexo de callar y pasar colados.



No podemos aceptar nuevamente vivir en una sociedad hundida en el miedo y la desconfianza. Desde el patio trasero de la gran superpotencia, con la libertad como eslogan tatuado a fuego, debemos generar una conciencia planetaria de civilidad y tolerancia que intente contrapesar el ímpetu arrollador de los señores de la guerra. Preservar nuestros espacios soberanos en los foros de interdependencia internacional constituye una expresión profunda de ese deseo.



Cuidemos que el Estado Nación pueda fortalecer su institucionalidad y levante con relativa independencia una voz ética en el contexto internacional. Desde el rol de los privados en la globalización aportemos una voz cívica mundializada, compartiendo la visión con otros a través de la red, resistiendo las propuestas guerreras que pretenden avasallar los espacios de libertad que con tanto dolor se construyeron en las últimas dos décadas.



* Hernán Narbona es especialista en gerencia internacional y relaciones internacionales, escritor, académico y consultor.



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