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Tentaciones


Cuando llega la semana santa, me dan ganas de ser obispo. No, aclaremos: me da por imaginarme lo que debe ser vivir como obispo. A veces me resulta un oficio algo fome. A veces me parece que tiene perspectivas excitantes. Otras, la mayoría de las veces, me aburro de la idea de pensar lo que debe ser vivir como obispo. También me da rabia, cuando recuerdo al obispo de Punta Arenas, Tomás González, saliendo al ruedo, vociferante, defendiendo sólo desde la autoridad de su hábito a sus curas acusados de abusos sexuales contra menores, entre ellos su antiguo secretario personal. Nada personal, me digo. ¿Nada?
En algunas ocasiones, en las divagaciones del ocio, me imagino lo que sería la tarea de fundar una iglesia. Una iglesia libertina, de acuerdo a ciertas anécdotas de la Católica hace un tiempo. Libertina pero no siniestra; o sea, no exactamente como la Católica de hace un tiempo.



En tiempos de economía de mercado, competitividad y esas cosas, tener una iglesia es cosa buena: en Estados Unidos han proliferado las iglesias porque se pueden deducir impuestos y otras cosas que, finalmente, hacen muy recomendable tener una. Me refiero a los signos de estos tiempos.



En Chile, en la segunda mitad de los setenta, pasó por acá un navío majestuoso, de dos palos, velas imponentes, bauprés de más de siete metros y casco de cemento. Su velamen se manejaba a punta de botones, todo automático. Tenía planta desalinizadora de agua y un sistema radial con -Ä„en ese entonces!- canal satelital propio. ¿Cómo tanto lujo? Simple: su dueño, un gringo, había fundado una iglesia. Según él se dedicaba a «predicar en los mares» (ocasionalmente, suponemos de buena fe, acompañado por una hembras que iba recogiendo por allí y/o por acá) y, como buen eclesiástico que era, deducía impuestos como loco, recibía donaciones y, evidentemente, predicaba la palabra de dios, no sé exactamente de cuál, pero para el caso es lo mismo.



La historia -y aquí no pretendo hacer ningún símil- tuvo un triste final. Se le ocurrió hacer buceo en Isla de Pascua, sufrió una descompresión y en estado de coma se lo llevaron a Estados Unidos. ¿Qué fue del barco? Esa es otra historia, sabrosísima, pero otra historia.



Definitivamente sería bueno tener una iglesia. Con un hospital clínico que no pague impuestos. Y un canal de televisión que tampoco pague impuestos. Son sólo dos ejemplos.



Y me gustaría tener amigos, dueños de supermercados, que junten plata de los vueltos para mis obras sociales, apareciendo con cara de perros tísicos en fotos de vida social dándoselas de generosos, cuando por una poco publicitada ley de donaciones ellos, también, descuentan impuestos. Una suerte de círculo virtuoso, donde la mano derecha sabe lo que hace la mano izquierda y los bolsillos, a la larga, tienen conexiones insospechadas.



Está claro que los únicos que no acceden a esta gracia (¿o debiera ser Gracia, con mayúscula?) son los que pagan sus marraquetas en el supermercado y dicen sí cuando la cajera, con voz automática, les pregunta «¿donaría siete pesos?». Para ellos, los que cuentan las chauchas para la marraqueta, no hay deducción de impuestos.



Ellos, claro, no están en la iglesia, en ese sentido impositivo del que hemos hablado. Sí, entonces, podría aplicárseles ese dicho que dice «trabajar para el obispo», que significa trabajar gratis, sin recompensa, de acuerdo al diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares, segunda edición, 1992, de la editorial Gustavo Gili, de Barcelona.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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