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La comunidad como pasión y pertenencia


Alegar amor a la Patria aparece francamente como fuera de foco, propio de vejestorios inservibles y con claras raíces autoritarias y fascistas. Sin embargo, hemos dicho que el republicanismo se basa en la virtud patriótica de poner el interés general por encima del particular, y que la libertad supone estar dispuestos a pagar altos precios para hacerla vital todo los días. Y esas son ideas imprescindibles para sacar a la política del atolladero en que se encuentra.



Eso es lo que entendieron los patriotas de 1810. Ellos se emocionaban leyendo en el extranjero La Araucana, fe de bautismo de una nación. El Abate Molina y Lacunza habían añorado desde el exilio un Chile perdido. Y de su dolor expresaban que «solo hay un Chile, y ese es Chile». Del patriotismo geográfico e histórico, amor al terruño y a sus orígenes y próceres, nace el patriotismo político de los promotores de 1810.



Cuando decían que estaban dispuestos a morir por la Patria no lanzaban frases para que se las llevara el viento. Ramón Freire, junto con su amigo sureño Bernardo O’Higgins rompiendo el cerco en Rancagua, no bromeaban.



Pero se acusa justamente al republicanismo de inspirar una virtud guerrera y patriotera imposible de conciliar con una modernidad más bien individualista, materialista y en que se valora el desarrollo personal.



Por eso, toda una tradición comunitarista corre paralela al republicanismo. Ambas sostienen que una vida sólo privada y que no valora el espacio público es una vida sesgada. Ambos creen que los seres humanos somos seres cívicos y políticos. Necesitamos a los demás para vivir y vivir bien. Ser-con-y-para-otros es lo que somos.



Y aquí hay una segunda clave de identidad y contradicción con la UDI. La Concertación expresa una corriente de pensamiento que buscó saciar esta sed de virtud pública volcada a los otros, no en la lucha política por el control del Estado sino en la sociedad civil. Las sociedades filantrópicas, las mutualidades, los sindicatos, las cooperativas, las uniones y confederaciones de dos siglos de vida republicana expresan este amor a lo público.



Ni mercado ni estado. Tercer espacio donde hombres y mujeres privados se encuentran como personas públicas. Sin conocernos no nos podemos querer ni respetar. Sin reunirnos no nos podemos conocer. Y nos transformaremos de individuos clientes y consumidores en ciudadanos reuniéndonos, conociéndonos, discutiendo y participando acerca de cómo haremos lugares mejores de nuestro lugar de trabajo, barrio o ciudad.



Descubrimos que la democracia no es solo votar ni la sociedad consumir. Hay un tercer espacio, un mundo distinto donde escuchar y hacerse escuchar.



Frente a la ausencia de sentido de nuestras vidas o ante la injusticia social tan evidente, surge el impulso de «hacer algo» o de «sentirse útil». Sentirse responsable de lo que ocurre con nuestro entorno. Alegrarse al participar en redes de iguales. Romper la inercia del desempleo y salir a capacitarse para ayudar. Practicar la cultura de la gratuidad y descubrir el poder transformador de las religiones que llaman al amor o la compasión por el otro. Acabar con la queja en contra de las megaestructuras, de ese mercado cruel o del Estado y sus partidos lejanos, y desarrollar la capacidad humana de autogobernarnos en esas pequeñas mesetas de lugares comunes que son el Club Deportivo o la el Taller Laboral. Sentirse militantes del cuidado y mediadores entre el desvalido y quién puede y debe ayudar.



El heroísmo ya no se da ni en el campo de batalla ni en el Parlamento sede de las grandes batallas políticas. La virtud comunitaria de la nueva república se da siendo capaces de dar dos horas a la semana para servir a los demás, para expresar lo que se es, para gratificarse en la ayuda y en el intercambio y crecer como seres comunitarios.



La UDI ciertamente sale a las poblaciones y se siente cristiana al practicar la caridad de antes. ¿Quién es uno para juzgar intenciones? Pero el comunitarismo republicano es distinto, pues ataca las causas de la exclusión social del objeto de ayuda (el encierro del preso, la marginación del mendigo, el abandono del viejo) y hace complementario el voluntariado con la lucha política por una sociedad más justa mediante las leyes y las políticas públicas.



En caso contrario, el joven que se queda en el asistencialismo sin vocación de reforma y justicia social se decepcionará rápidamente ante la crueldad de la realidad y la impotencia: el preso recae en el delito, el mendigo desaparece o el drogadicto muere.



La exclusión social debe acabarsel, y no solo paliarse. He ahí la diferencia central.



Y junto con ello, y aquí reside el otro punto de distinción, el comunitarismo republicano ataca la doble moral. El asistencialismo conservador no ve contradicción entre promover campañas contra el aborto en la moral privada pero despedir a la mujer embarazada en la empresa. Vicios privados no hacen virtudes públicas. La codicia genera dinero, pero destruye familias, comunidades y valores.



Y finalmente, el comunitarismo republicano busca desarrollar las potencialidades y capacidades de las personas y de sus organizaciones. Nada de hacer de las organizaciones sociales verdaderos escuelas de la dependencia psicológica y objetos del clientelismo político.



Amor por la comunidad para recuperar el sueño republicano de la felicidad pública: «cambias tu vida para cambiar el mundo». Esperanza en una Buena y Nueva Sociedad. Entusiasmo para transformar el espacio público. Se trata de hacer realidad en una distinta forma en una mundo distinto los valores del republicanismo: Felicidad pública, autogobierno y virtud ciudadana.



Si la Concertación anda en busca de nuevas ideas y de distinciones claras, que las busque en el republicanismo y en el comunitarismo contemporáneos. Y esas inspiraciones se encuentran a raudales en las fuentes del Segundo Centenario, situadas en 1810.



* Abogado y cientista político, director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).



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