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El horror del espejo


Una comisión de la Cámara de Diputados resolvió disolver, poner fin, a esa rara cosa -engendro de los propios diputados- que fue el llamado Parlamento Juvenil: una parvada de muchachones que mezclaban en su justa medida ambiciones y motivaciones políticas y que encaramados en el manido discurso de la falta de espacios de participación para los jóvenes, quisieron arrogarse la representatividad de éstos participando en una suerte de Parlamento, pero chiquitito y, por supuesto, digitado por los partidos políticos. Vaya mermelada.



Ä„Cómo no sospechar, a estas alturas, de esos muchachos que hasta intentaban hablar como nuestros diputados, si el ejercicio de lucidez mínima obliga a sospechar de los diputados verdaderos!



A algunos integrantes del Parlamento Juvenil se les acusó de varias cosas. Gastos raros, fiestocas, petición de granjerías en reparticiones públicas y sobre todo el atribuirse facultades que no tenían. Llegaban a sus lugares de origen y levantaban la voz conminando a las autoridades en nombre de la ciudadanía. Alzaban la voz y asumían un tono arrogante y perentorio, despachando reprimendas, advertencias y exigencias en un tono más aflautado que gutural por lo del cambio de la voz en la adolescencia.



Lo de las fiestocas es lo más disculpable y, tal vez, lo único que los ubica en el tiempo de la vida en que viven: la juventud, que sin afanes de fiesta y desborde es un sólo embuste de cara a los años que vendrán. Pero el resto…



Los parlamentarios de verdad no pudieron soportar tanto exceso de sus polluelos. Tal vez meditaron en la sentencia que dice «cría cuervos que te sacarán los ojos», o en esa otra que asegura «de tal palo tal astilla». Finalmente dijeron se acabó y bajaron la cortina del Parlamento Juvenil lo que ha dado pie, por cierto, a un espacio de pataleo para los propios integrantes de esa cosa, secundados por parlamentarios de verdad que hicieron de esa cosa uno de sus caballitos de batalla o, precisemos, de publicidad para aparecer en los medios de comunicación.



Gozo al pensar que los parlamentarios de verdad -uso el término «verdad» en un sentido estrechísimo, fáctico, y nada más- vieron en los miembros del Parlamento Juvenil a sus propios fantasmas. Se vieron a sí mismos en el espejo de los años y las generaciones que pasan, se van, y nos deja a la verada del camino. Supongo que se vieron con más pelos y menos kilos, pero con la misma arrogancia, con la idéntica ambición y narcisismo, y sobre todo con esa creencia de que ser intérpretes de sus pequeñas voluntades es siempre igual a la de ser intérpretes de los ciudadanos.



Imagino la cara de horror de los honorables al ver, por un instante, en los rostros de los chiquillos del Parlamento Juvenil, sus propios rostros pero envejecidos, una suerte de calaveras parlanchinas y vacías, vacías como lo son las calaveras.



Los periódicos lamentos por la llamada «apatía» juvenil son una buena muestra del cambio de los tiempos. Los jóvenes, creo yo, participan en muchas cosas. Es evidente, sin embargo, que a la política le dedican poco interés. A la política de los partidos, a la política como los políticos han entendido lo que es la manifestación del interés en ese tema: formando brigadas y haciendo número en mitines en las épocas electorales.



Los jóvenes del Parlamento Juvenil son, en último término, también unas víctimas. Víctimas de una forma de entender la política que se asimila, equivocadamente, a los partidos y sus parlamentarios. La ventaja que ellos tienen sobre estos últimos es que por ser jóvenes tienen todavía tiempo para enmendar su error.



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