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Historia y memoria

Porque no había debate histórico-político que produjera una conciencia histórica operante en el sentido común, la Unidad Popular es vivida con liviandad, con un optimismo exagerado. En el trasfondo de la idealización y del olvido funciona la trama argumentad de la excepcionalidad de Chile, ilusión que la izquierda hace suya.


He sido invitado por la Universidad de la Plata a un coloquio sobre historia y memoria. La ocasión me desafió a encontrar ciertas constantes culturales que han recorrido como tramas secretas e invisibles la vida social de Chile, sin mostrarse en público de manera vocinglera y que, sin embargo, influyen y han influido de una manera no consciente ni racionalmente elaborada sobre nuestro devenir histórico.



Voy a escribir sobre tres de esas constantes que se descubren en su forma más elaborada y racionalizada en los discursos, pero que se presentan especialmente como huellas o síntomas. No es esta la primera vez que las menciono -la enunciación de algunas constituyen el meollo de mi libro Anatomía de un mito)- ni soy el primero que las descubre y que llama la atención sobre ellas. Pero este intento de tratarlas de una manera sintética pero sistemática me parece una oportunidad para eludir hablar de temas abrumadoramente contingentes.



Me referiré a dos elementos interconectados de esas tramas invisibles: la autoidealización y la propensión al olvido.



La sociedad chilena cultivó desde el siglo 19 una sostenida conducta autoidealizadora. Construyó de si misma la representación ilusoria de un país democrático y además pacífico. Ya desde la instalación del orden conservador, que bajo diferentes direcciones políticas ocupa la mayor parte del siglo XIX, la retórica se instala como una de las características del discurso político. ¿Cómo era posible llamar democrático a un sistema político en que el gobierno de turno controla la elección de los legisladores? Solamente desde un punto de vista comparativo, como lo hace Samuel Valenzuela.



Pero esa democracia controlada, esa temprana forma de la democracia protegida, no es analizada de manera realista, como una forma aproximativa pero viable, sino que es pregonada como un ejemplo a seguir en América Latina. La excepción más significativa es la de Portales, quien mereció tener a Maquiavelo como su autor de cabecera, por su lucidez para entender y manejar los hilos del poder, incluso renunciando a sus fastos formales.



Pero más grave es la otra idealización, la de Chile país pacífico. El síndrome idealizador siempre se sostiene sobre la negación de los lados oscuros. Para pensar a Chile como país pacífico, mito que duró hasta septiembre de 1973, hubo que olvidar el origen sangriento del orden conservador, de la instalación con Portales de un Estado de fuerte raíz autoritaria que nace con la batalla de Lircay.



Pero fue indispensable, para seguir manteniendo el mito, agregar a esa negación originaria una larga lista de silencios. El comportamiento autoidealizador se confunde en un solo haz con el otro rasgo, la propensión al olvido.



Como sociedad nos pusimos una venda en los ojos sobre el significado de las rebeliones liberales y regionalistas de1851 y 1859, las cuales han sido prácticamente invisibles para nuestra historiografía, con excepción del ojo lúcido de Luis Vitale, uno entre un puñado de estudiosos del tema.



También cubrimos con un manto de silencio las razones profundas de esa ordalía que fue la guerra civil de 1891, en la cual se enfrentaron sin ahorrar crueldades dos tendencias de las clases dominantes. Fue un momento clave en el cual sucumbe el liberalismo reformista, para resurgir bajo la forma degradada de Arturo Alessandri y luego prácticamente esfumarse.



No digo que no exista producción historiográfica: afirmo que no hubo ni hay una conciencia histórica generalizada, como la hay en Argentina respecto al fenómeno del rosismo. Por lo menos en la década del 60 esas etapas y otras materias, como el significado del liberalismo del siglo 19, estuvieron en el centro de los debates políticos.



Pero la lista de olvidos continúa. Aunque las matanzas obreras de las primeras décadas del siglo fueron exitosamente convertidas en martirio y épica, recién en los últimos años se les ve como el síntoma de una profunda división de la sociedad chilena. Para qué hablar del período de inestabilidad política trascurrido entre 1924 y 1932 o de la dictadura de Ibáñez. Durante mucho tiempo casi no se habla de esa época, ni para bien ni para mal. Se la borra de la conciencia histórica porque tiende una interrogante sobre la tesis idealizadora de la larga tradición democrática chilena.



El síndrome idealizador está conectado, como dijimos, con el síndrome del olvido. El olvido crea las condiciones de la idealización. Este par idealización-olvido no es el simple producto de las conspiraciones ideológicas de la derecha. Ambos mecanismos le son funcionales a una izquierda que de forma temprana busca compartir poder dentro del sistema y luego compite por llegar al gobierno mediante elecciones.



Porque no había debate histórico-político que produjera una conciencia histórica operante en el sentido común, la Unidad Popular fue vivida con liviandad, con un optimismo exagerado. En el trasfondo de la idealización y del olvido funciona la trama argumental de la excepcionalidad de Chile, ilusión que la izquierda hace suya. Comulga con ella hasta el extremo de afirmar la innegable vocación democrática de los militares chilenos. Con ello pasa por alto que ese compartimiento constitucional tenia relación con condiciones históricas y sociales muy precisas y no representaba una esencia.



Por lo dicho, es indispensable continuar trabajando el tema de la memoria, como lo hacen los organizadores del seminario de La Plata o los militantes chilenos que intentan que las componendas y el clima de indiferencia de las élites no la sumerjan en el desván de los recuerdos. De lo que se trata es que el tema de nuestra violencia repetida forme parte de la conciencia histórica de los ciudadanos, para que puedan elaborarla y construir sus propios relatos, relatos diversos y plurales, pero ninguno de los cuales puede olvidar el lado oscuro de nuestra violencia.



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