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La pieza oscura

Ambas, la centroderecha y la centroizquierda francesa, son las centinelas del actual modelo, una suerte de Concertación y Alianza por Chile unidas en la defensa de su particular pista de baile.


Ya está. Se salvó la República francesa. Ese es el mensaje con que nos quieren etiquetar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en las que ayer el actual presidente, Jacques Chirac, ganó ampliamente al candidato de la ultraderecha, Jean Marie Le Pen, con cerca del 82 por ciento de los votos.



Es una etiqueta que tiene algo de cierto, pero que también es un simple slogan bajo el cual se abrazaron las dos fuerzas principales de la política francesa, la centroderecha y la centroizquierda, las que han cogobernado. Ambas son las centinelas del actual modelo, una suerte de Concertación y Alianza por Chile unidas en la defensa de su particular pista de baile.



¿Qué dice el resumen? Habla de una victoria amplia y contundente de Chirac, en lo que debe interpretarse como un rechazo al extremismo. Pero cuando uno se entera que Le Pen obtuvo el 18 por ciento, con casi seis millones de votos, y que participó apenas el 52 por ciento de los electores habilitados, no es cuestión de sacar cuentas tan alegres. Es cierto: los franceses reaccionaron, pero hay un núcleo duro que respalda al Frente Nacional que está ahí, y que pese a todas las demonizaciones ha crecido en la última década.



Desde socialistas a neogaullistas (derecha), un arco político amplio se unió para frenar a Le Pen, a pesar de que nunca tuvo reales posibilidades de ganar. Y para unir a ese frente amplio se apeló a los valores de la República -libertad, igualdad y fraternidad- reacondicionados en términos como tolerancia y democracia. Escribo esto y me doy cuenta de lo injusto que es asimilar a los neogaullistas de Chirac con la Alianza por Chile, ya que esta última todavía debe al país su aporte para tener una Constitución realmente democrática y dejar atrás, si puede, sus anclajes con la dictadura militar.



Me detengo en algunas de las imágenes de la señal internacional de la televisión francesa transmitidas ayer. La primera, el recuerdo de las manifestaciones del 1 de mayo, con motivo del Día del Trabajo, que se transformaron en mitines anti Le Pen. Fueron concentraciones con mayoría de jóvenes, de liceanos casi, que salieron a la calle para rechazar la candidatura del Frente Nacional.



La segunda imagen es la del comando de Le Pen anoche, luego de la derrota. Escenas de celebración, por el porcentaje obtenido. Y en el escenario, no el candidato ni los políticos, sino un grupo de jóvenes (sí, también jóvenes) saltando como en una fiesta. Los vi y lo primero que pensé es que parecían militantes de la UDI. Ordenaditos, pero eufóricos. Derrotados, pero con la convicción -errada o no- de que algo tienen que decir en el futuro. Y sobre todo, con una cierta similitud estética.



Homogeneidad es la palabra. No había en París grandes diferencias de colores sobre ese escenario, tal como no hay gran diversidad en los comandos centrales de la UDI en los días de elección.



Al margen de eso, siguen rondando las preguntas del por qué de los votos que recoge Le Pen. Son votos de contestación al sistema, de temor a los efectos de la globalización, pero también de rechazo a una clase política en la que da la impresión -allá como acá- que sus miembros sienten que el poder es de ellos, y que está para repartírselos. Un club cerrado en el que se aprecia que la mayoría de los políticos (no todos, por cierto) tienen más afinidad entre sí -por mucho que sean adversarios acérrimos- que con la gente.



Y está, por cierto, la absurda cuestión que el «salvador» de la democracia, el señor Chirac, es un político dudoso que ha escapado al juicio en los tribunales por su investidura como presidente. Un sujeto que según la prensa gastaba la plata de la municipalidad de París en darse gustos personales cuando era alcalde.



Entonces, la pregunta de nuevo es qué alternativas ofrece hoy la política a los ciudadanos. En Francia como en Chile.



Persiste esa pesada sensación que estamos en presencia de un club al que pocos tienen acceso y donde los que ingresan son los que se reparten las cartas de la baraja. Una especie de pieza oscura en la cual los anfitriones se reconocen por el olor, y en virtud de eso son capaces de apuñalar a los advenedizos, a los intrusos, a los extranjeros.



Hay excepciones, al menos a partir de las percepciones discursivas: Alejandro Navarro, Pablo Longueira, Guido Girardi, Antonio Horvath, Mario Ríos.



No diré que hay que confiar en ellos, por nada del mundo. Sólo diré que en sus palabras -en las supuestas intenciones que expresan sus palabras- hay espacios para que algunas de las cartas de la baraja también se repartan entre los que están fuera de ese cuarto, que de tanto contener a políticos que hacen lo que ellos entienden por política, simplemente apesta.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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