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El ermitaño de Cerro Castillo


Encumbrado en la ladera del Cerro Castillo, el ermitaño disfruta los atardeceres en su burbuja, viendo pasar los automotores y los amaneceres, en un ritmo propio y exclusivo. Aunque tiene vecinos famosos no se ha integrado a la Junta de Vecinos del cerro, ni ha sido invitado a las reuniones de coordinación que realiza el Presidente de la República, allí a la vuelta. Tal vez su visión del mundo podría ser un real aporte de sensatez, pero no le será solicitada la opinión.



El ermitaño no está en Dicom, no paga gastos comunes, no tuvo clave para realizar su declaración de renta por Internet y no está esperando ningún cheque de devolución de impuestos. En el censo reciente el ermitaño, seguramente no contó, porque su dirección era equívoca y de difícil acceso: ladera de cerro en el centro de Viña del Mar.



La crisis parece no afectarlo. Cada día inventa su afán por encima de las turbulencias. No le debe un peso a nadie, pero igual no es sujeto de crédito. ¿De donde viene? Quizás la orfandad de afectos lo expulsó desde una ciudad mayor. Quizás vivió una depresión de la que no pudo remontar. Quizás haya sido la frustración de un amor o de una amistad lo que precipitaron su mirada a la soledad, y su mutismo sea un ancla que lo asegura a un hemisferio que sólo él maneja, de cara al mar y al viento norte.



Hoy lo divisé a lo lejos. Él detenido en su dimensión, y yo corriendo tras soluciones a los múltiples problemas de la existencia común. No pude detener el paso en el penúltimo crepúsculo, y el lo disfrutó y archivó en su patrimonio intransable.



Mientras el ermitaño sigue hurgando estrellas, yo, como miles de chilenos, estoy dedicado a mi patria diminuta, asumiendo la vida, restañando heridas, fortaleciendo afectos, creando mundos de mañana. Cuando abrazo a mis hijos o despido con mis hermanas a mi madre, banderas de amor flamean en mi pequeña dimensión. Al día siguiente, resbalando por los asfaltos cotidianos, el mundo sigue su rodar y el ermitaño se sienta frente al mar y sigue viviendo hacia dentro, en su propia república y en sus propios sueños.



Comparando su vida y la mía, observo que hay parecidos. Yo no invado su espacio ni él el mío. No cruzamos la calle ni intentamos conversar. Simplemente contemplamos situaciones y seguimos adelante en nuestro propio laberinto. Sumergido en los aeropuertos, en las terminales, en los trenes subterráneos de la gran capital, descubro millones de ermitaños, sin sonrisas, mirando a través de los otros, como en una enorme vidriera llena de maniquíes.



El tiempo cruza sus dimensiones, y en medio de la angustia aprecio el tenue devenir del ermitaño, ubicado en una carpa precaria, en la ladera del cerro más residencial y emblemático de Viña del Mar. Cuando lo diviso, el tipo sigue silencioso, pegado al crepúsculo, navegando su mundo, sin hacer daño a nadie, como una estatua inmóvil de una ciudad que gime incesante.



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