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Intelectuales de la virtud y la virtualidad

Ä„Qué duda cabe! La intelectualidad crítica se ha tornado crecientemente literaria. Su vocación contemporánea es la memoria, la historiografía, el museo, la estética clásica, la cultura sin tecnologías, el comercio sin dinero, el ser humano previo a los egoísmos y fuera del mercado.


Marx solía decir que para merecer el calificativo de intelectual no era suficiente pensar la historia: había que cambiarla. Tal actitud frente al conocimiento es típicamente moderna. Arranca con Bacon y encarna en la figura goethiana de Fausto, y representa al intelectual comprometido que mete sus manos en la política y la sociedad sin temor a contaminar sus ideas con los materiales de la sociedad.



Curiosamente, en América Latina ese filón moderno de la vida intelectual nunca llegó demasiado lejos. Aquí rendimos tributo, en cambio, a una especie distinta de intelectual, el llamado intelectual crítico.



Este no está dispuesto a contaminarse con la realidad, no gusta asumir responsabilidades, desprecia transar con las fuerzas de la historia, y prefiere ser un observador ácido antes que participar en los procesos de cambio. Se siente movido sobre todo por los grandes ideales, por utopías fuertes o por ideologías finalistas.



Le atrae hablar en nombre de la Razón con mayúscula, o de la revolución, o la historia o una clase social. Incluso en nombre del Partido, si acaso a éste le toca coincidir con alguno de esos atributos más elevados.



El intelectual crítico reclama para sí cierta radical pureza. Supone que su posición es «libremente flotante», que forma parte de la esfera ideal, por encima de los meandros del poder y la vulgaridad de las transacciones. Nada aborrece más que el famoso muddling through que caracteriza a los reales procesos de reforma, es decir, ir deslizándose por el barro, ensuciándose manos y pies, sujetándose apenas entre las corrientes que lo arrastran ya hacia un lado, ya hacia el otro.



Su único compromiso posible tiene que ser absoluto y trascendente. De lo contrario, si es sólo a medias —a medias entre los ideales y la realidad— ya no vale nada y prefiere retraerse a su atalaya moral. Y desde ahí escrutar los signos del tiempo, profetizar y condenar.



Esa figura sin duda tiene raíces religiosas y se encuentra más fácilmente entre intelectuales que han sido o llegarán a ser hombres o mujeres de fe que entre los que son o llegarán a ser participantes secularizados en la esfera del conocimiento.



De ahí también que a este tipo de pensador le apasione la palabra —deliberar, criticar, comunicar, descifrar, decodificar, mitologizar o desmitologizar- más que la acción, la praxis, la aplicación del conocimiento, su utilización y la resolución de problemas.



En su mapa mental, quienes se encargan de estas últimas funciones son indisimuladamente carentes de teoría, el valor supremo. Son meros ingenieros sociales, agentes prácticos, en el mejor de los casos pensadores instrumentales, siempre propensos a ser atrapados en las mallas de los poderes constituidos.



En su mundo idealizado las cosas ocurren, por lo mismo, de manera virtual, como en un escenario, lejos de los ruidos de la calle. Su crítica es casi siempre veladamente aristocrática, por populistas que sean los contenidos. Desprecia la baja cultura, la ceguera de las masas, el reformismo de los gobernantes, la tosquedad rural, el espíritu de pequeño comerciante, la banalidad televisiva, los ciegos intereses economicistas de la gente.



Paradójicamente, mediante esa crítica ya no se busca cambiar nada allá fuera, en la realidad contradictoria de la sociedad o el Estado, sino solo salvar el alma y la buena conciencia, como antaño sucedía en las cortes. Lo que interesa es actuar como aguafiestas, constituirse en piedra de escándalo, inventar nombres o salir a luchar con molinos de viento.



Ä„Qué duda cabe! La intelectualidad crítica se ha tornado crecientemente literaria. Su vocación contemporánea es la memoria, la historiografía, el museo, la estética clásica, la cultura sin tecnologías, el comercio sin dinero, el ser humano previo a los egoísmos y fuera del mercado.



De la historia real, del cambio reformista, de las innovaciones, de las transacciones del poder, de todo eso que se encarguen los prácticos. El intelectual verdadero, por su lado, opta por retirarse y enjuiciar los procesos sociales desde un neoplatonismo apenas oculto tras el velo de una ideología moralizante.



¿Qué de raro tiene, entonces, que ese intelectual acabe por descalificar a la democracia como un sistema de alianzas espurias, a la política como una avenida del oportunismo, y a la representación parlamentaria como una expresión vacía de contenidos?



¿Y por qué sorprenderse si confunde todo acto de responsabilidad pública con una torva maniobra de la razón de Estado, o si descalifica los argumentos de la economía como una imposición de lo fáctico?



En fin, ya ni siquiera se postula mantener las manos limpias. Lo que vale para el intelectual crítico es nada más que la pureza de las palabras.



Ä„Bienvenidos al reino de la crítica virtual!



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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