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Una visita a Varsovia

Varsovia me impactó por su verdor. Parques que cubren parte importante de su superficie urbana, tranvías multicolores que lo llevan rápidamente a uno de un lado a otro, un Vístula repleto de todo tipo de embarcaciones, plazas y veredas tapadas de sidewalk cafes me recordaron mucho a Viena.


En una vida en que he tenido la fortuna de recorrer muchos países en cinco continentes, la gran mayoría por razones profesionales, debo confesar que jamás había pisado las tierras mas allá de lo que Winston Churchill bautizó alguna vez como la «Cortina de Hierro», esto es, Europa Central y Oriental. Aunque hay múltiples razones para ello, sin duda que al menos una era un cierto desinterés peronal. Nunca me entusiasmó demasiado «el socialismo de los automóviles negros», con sus ortodoxias y predictibilidades.



Cuba, en cambio, siempre me pareció algo distinto, y hasta el día de hoy soy un enamorado de La Habana y Varadero, del Malecón y Miradero, de los ritmos afrocubanos y esa alegría caribeña y contagiosa de su pueblo, tan distinta de nuestra taciturnia andina. Fue por ello que disfruté tanto una velada reciente en La Habana Vieja, una salsoteca en Bellavista que ha logrado lo imposible: trasladar un pedacito de Cuba, con mulatas y todo, a este otro Santiago, el mapochino.



En todo caso, no contemplaba con gran fruición un viaje a Varsovia, a una conferencia organizada por un colega de la Academia de Ciencias de Polonia. Esperaba un país frío, gris, dominado por la arquitectura brutalista y stalinista de los ’50 y ’60, y me encontré con un país en plena primavera política, intelectual y económica.



Varsovia me impactó por su verdor. Parques que cubren parte importante de su superficie urbana, tranvías multicolores que lo llevan rápidamente a uno de un lado a otro, un Vístula repleto de todo tipo de embarcaciones, plazas y veredas tapadas de sidewalk cafes me recordaron mucho a Viena, lo que no debería sorprender pues se trata, después de todo, de Zentraleuropa, identidad que ha tenido un resurgir notable desde ese anno mirabilis que fue 1989, tanto en la vieja Europa como en nuestro querido Chile.



Con 40 millones de habitantes, ubicada en un lugar estratégico entre Alemania y Rusia, con lo que muchos consideran el mejor desempeño económico de todos los antiguos integrantes del Comecon, y aprestándose a incorporarse en un par de años como miembro pleno de la Unión Europea, Polonia se encuentra hoy en una posición privilegiada en la arquitectura de la nueva Europa.



En una semana en que me correspondió recorrer bastante —desde los lagos y bosques de Masuria, en lo que alguna vez fue Prusia Oriental, en el Norte, hasta la mágica ciudad medieval de Cracovia, en el sur, donde cursó sus estudios universitarios el Papa Juan Pablo II, me impactó el vigor y la pujanza de un país y de un pueblo que ha sabido una y otra vez superar la adversidad, hasta llegar a la situación expectante en que se encuentra hoy.



Norman Davies, el gran historiador galés (una de cuyas conferencias se anunciaba de manera prominente en un letrero enorme puesto en un edificio en pleno centro de Varsovia, ¿se imaginan algo así en Santiago para anunciar una conferencia de, digamos, Simon Collier en el edificio de Almacenes París?) y autor de muchos libros de historia de Polonia, se preguntó alguna vez porqué persistía la nación polaca, si objetivamente debería estar mas bien destinada a desaparecer, aplastada entre esas dos verdaderas moledoras de carne que eran Prusia y Rusia.



Con llanuras ideales para ser recorridas por las divisiones y batallones de una u otra potencia y las consiguientes fronteras móviles, la interrogante de Davies no deja de tener fundamento. De hecho, junto con el optimismo del espíritu que encontré en esta nueva Polonia, me impresionó también su historia marcada por la tragedia. Divisiones y particiones, insurrecciones aplastadas una y otra vez, masacres y exterminios y guerras con enemigos que creen que la política de tierra arrasada no es la mejor, sino la única, parecieran ser el sino polaco.



Tanto el monumento a la insurrección de Varsovia en 1944, como la inmediatamente anterior rebelión en el Ghetto Judío (donde se arrodilló espontáneamente Willy Brandt en 1971, marcando un hito en su Ostpolitik e inició una nueva era en las relaciones polaco-alemanas) son testimonios de esa tragedia, si bien, por razones obvias es Auschwitz el lugar que se me grabó con mas fuerza en la memoria.



País agrícola y campesino, pero de grandes intelectuales (como Adam Michnik, quien visitó Chile el año pasado), centro-europeo pero de una fuerte vocación occidental, que aplicó las políticas económicas de shock mas radicales de la región a comienzos de los ’90, pero que hoy ha optado por la centroizquierda (reeligiendo al Presidente Alexander Kwasniewski, otro visitante reciente a Chile), Polonia, con sus contrastes y contradicciones, representa lo mejor de esa Europa a la cual Chile se acerca.



Y no es la Europa anclada en el pasado, sino que aquella que entiende que necesitamos construir sobre el mismo (algo ejemplificado en la notable reconstrucción tel quel del centro histórico de Varsovia en los años ’60, por sobre las ruinas que había dejado la Segunda Guerra Mundial), pero mirando hacia adelante, no hacia atrás.



* Director del Programa Internacional de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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