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Muerte y palabrerías

Si Jorge hubiera contado con los medios para pagar una atención en el sistema privado las cosas serían distintas, pero él no los tiene, y al parecer tampoco tiene hoy derecho a la dignidad.


El poder, la política y las cosas públicas tienen muchos elementos nocivos para las personas que pululamos en torno a ellas. Es cierto, esta adicción que va creciendo con el tiempo, a medida que nos vamos «especializando», nos pone en el derrotero del adicto: la ausencia de la realidad cotidiana en todas nuestras acciones.



Aunque no lo queramos, y nuestra droga nos haga volar muy seguido, estamos en la vida y ella nos recuerda de golpe en golpe que nuestros fines políticos no son las ideas y lo abstracto, sino las personas.



Pero si la vida nos recuerda la realidad, la muerte nos hace dudar de la efectividad de nuestras acciones.



El pasado miércoles 8 de mayo, Kathy murió en la unidad de tratamientos intensivos del Hospital San José, a los 26 años y un mes más tarde de haber dado a luz por cesárea a su segundo hijo, Paolo, en el mismo recinto hospitalario.



Después del alumbramiento comenzó para ella un verdadero vía crucis: fue dada de alta sin estar en óptimas condiciones, debió asistir a controles con diversos médicos del hospital, y recibió a lo menos cuatro diagnósticos distintos. Uno de ellos incluía una eventual infección de Hanta.



Tras cada visita al médico, Jorge, su esposo, compró todos y cada uno de los medicamentos que le fueron recetados mediante el esfuerzo económico propio y de sus familiares más cercanos, pero vio con impotencia cómo su mujer se consumía sin remedio.



El consultorio municipal de Colina no lo hizo mejor: Kathy fue tratada, como denuncian sus familiares, con indolencia y desgano. En sus últimas horas, cuando debía ser llevada urgentemente al Hospital San José, le negaron la ambulancia del consultorio para trasladarla a su humilde hogar, pues el vehículo de emergencia «sólo era para trasladar los pacientes a Santiago y no dentro de Colina», según el argumento que recibieron sus familiares.



Tras larga agonía, y ante la desesperación de sus familiares y amigos, Kathy dejó de existir, dejando a su hijita Michelle y su nuevo hermanito a cargo de un atribulado padre.



Jorge hoy sólo clama justicia y está dispuesto a realizar todas las acciones para que no quede la menor duda sobre las causas de muerte de una mujer joven, vigorosa y alegre.



Los «especialistas» forenses tendrán explicaciones, pero a mí me queda claro que ella murió porque era pobre, porque fue dada de alta para desocupar una cama de un hospital público que con seguridad era requerida por otra parturienta.



Si Jorge hubiera contado con los medios para pagar una atención en el sistema privado las cosas serían distintas, pero él no los tiene, y al parecer tampoco tiene hoy derecho a la dignidad.



Tras recibir la noticia, acompañar a los deudos y sentir su dolor, los titulares de prensa sobre los desencuentros en el tema de salud me resultan un insulto.



Kathy quizá no tenía opinión respecto a cómo financiar el plan AUGE, escuchaba de lejos las razones de los médicos generales de zona para realizar un paro, no entendía los tira y afloja de los gremios de la salud con el Ministro del ramo, y menos podía dedicarse a seguir los recovecos comunicacionales de la elección del nuevo presidente del Colegio Médico.



No podía hacerlo porque entre sus dolores sólo quería la satisfacción de mirar la cara de su hijo recién nacido.



Como persona informada que pretendo ser, engullía con ansias la avalancha informativa sobre «el tipo de sistema de salud que queremos», pero la muerte me ha dejado perplejo. A estas alturas no sé si las demandas salariales o los reclamos por los nuevos impuestos son proporcionados o justos. Sólo tengo seguridad que Kathy debería estar viva.



* Profesor de Historia y dirigente del Partido Liberal.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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