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Los artistas chilenos que no regresaron del trópico

Para los que no volvieron la vida terminó por convertirse en lo más cercano posible a un paraíso, aunque, definitivamente, el olvido jamás borró los recuerdos.


Javier Campos*

Después del golpe militar muchos chilenos se quedaron a vivir en regiones que en nada se parecían a los paisajes ni al clima de la patria que dejaron. A cuestas con sus historias partieron buscando rumbos desconocidos. Refugios para el cuerpo más que nada, porque del alma ni hablar. Esta era la agonía perpetua.

Costa Rica fue uno de esos países. Hace más de veinte años que los actores Marcelo Gaete y Sara Astica viven allí. Y ahí han rearmado un pedacito de este rincón del planeta con lo que mejor saben hacer: actuando. Una innumerable cantidad de obras teatrales tanto Latinoamericanas como europeas han representado en aquel país. No sólo se han ganado un prestigio, sino que han influido y enriquecido el ambiente cultural costarricense.

Y en esa región del trópico Marcelo y Sara tuvieron que rehacer sus vidas después del golpe de estado de 1973. El frío no existe allí como el invierno chileno y quizás eso haya sido un factor importante para no dejar Costa Rica. Territorio sumamente verde por donde se mire: selvas con flora y fauna espectacular. País tropical con únicamente dos estaciones: seis meses de tiempo seco y otros seis lluvioso. Pero un territorio donde todo el año se encontrará desde el implacable calor húmedo de sus zonas del Pacífico o Atlántico al moderado de su capital.

Para ellos el Chile del pasado parece transformarse en una nostalgia que suele irse borrando con el tiempo vivido en Costa Rica. Saben que Chile es un país diferente al que dejaron en aquellos años. Y, por cierto, reconocen que les costaría mucho volver a reintegrarse, aun cuando Sara nos dice que sí regresaría a su patria porque es tanto el deseo de reencontrase con “los olores, gestos, acentos, paisajes criollos y ya hasta olvidados por el paso del tiempo”.

Marcelo, aunque no expresa muchas ganas de volver, mira con ternura a su esposa. Quizás también a ratos lo invade la nostalgia. Pero quizás no es suficiente salvo para recordar la frase que todo emigrante sabe muy bien: “La infancia y la adolescencia es la patria del ser humano”.

En esa cena tan fraternal que nos ofrecieron Marcelo y Sara al pasar con Alba recientemente por Costa Rica -y a la que también asistió el poeta y agregado cultural nacional, Gustavo Becerra- estaba un gran amigo de ellos: el mítico pintor chileno Julio Escámez (1925, Antihuala).

Mítico porque de él siempre se cuentan historias un poco fabulosas de su vida. Es que a Escámez todo lo que le ocurre cotidianamente, al contarlo él mismo, adquiere una dimensión especial. Y sus relatos, la textura de sus historias, siempre quedan en la imaginación del oyente bajo fuertes detalles ópticos. Además de una cierta enseñanza humana universal que él no se propone de ninguna manera.

La lucidez de Escámez

Válido es saber que generalmente ningún gran artista, como se sabe, procura enseñar nada sino imaginar. Escámez es un ser que ha construido su imaginación preferentemente a través de lo visual, como su propia creación que ha traspasado la tela y sus murales por más de 50 años no sólo en Chile, sino en América Latina y Europa.

Fin de fiesta.

Julio Escámez salió del país luego de seis meses de andar escondido de la Junta Militar chilena. El hermoso mural pintado en Chillán en la década del ’70 fue borrado con rabia por órdenes de los militares, lo rayaron con saña hasta convertirlo en borrones y manchas lúgubres que terminaron con el exilio obligado del artista. Pero esas ganas ocultas que muchos tenían y que pensaron que erradicándolas se olvidarían, no se borraron. Y nunca más se escaparon de la memoria colectiva de muchos.

En esa cena Escámez nos contaba como llegó, gracias al azar, a Costa Rica. Dijo que una fundación internacional que funcionaba en Alemania Federal en ese entonces lo sacó del país. Pero el pintor no tenía muchos deseos de irse a radicar a Europa y preguntó si aquella fundación tenía otras sedes por el mundo.

Le dijeron que sí. Incluso una grande en Costa Rica. Les pidió a último minuto a la fundación “¿y no podrían cambiarme los pasajes a Costa Rica?”. Así de simple. Y desde entonces vive allí hace más de veinte años.

Se construyó una casa que el mismo diseñó, pero que los albañiles y los trabajadores no entendían por qué “el señor Escámez comenzó primero a construir la casa por el techo”. Está ubicada en las afueras de San José en un bello lugar llamado Heredia, tierra famosa por sus cafetales. De esa zona es la familia del ex Presidente de Costa Rica (1986-1988) y Premio Nóbel de la Paz (1987), Oscar Arias. La casa de Escámez está construida allí, en casi la punta de una montaña cuyo último piso está rodeado de ventanales en círculo donde se puede apreciar todo el valle, volcanes y San José mismo.

Un regreso improbable

Escámez ha regresado a Chile de visita, pero es improbable que alguna vez vuelva definitivamente. “Chile no es el mismo”, nos dice. “Sólo me interesa como una nostalgia que aparece en pedazos cuando visito el país, preferentemente el sur de Chile donde nací. Allí encuentro retazos de un Chile que va desapareciendo. Por ejemplo el almacenero que aun envuelve el azúcar o la yerba mate en papel y luego le da dos o tres vueltas convirtiéndolo en un paquetito”.

Mientras lo escucho, me siento transportado a una época remota donde no se conocían ni las bolsas de papel ni menos las de plástico. Como si él todavía encontrara esa condición artesanal de la sociedad chilena en algunos rincones del país cuando lo visita. Pienso hablar de la globalización como ha ido enterrando esa vida aldeana y comunal, pero mejor sigo escuchándolo.

Luego agrega: “Me interesa rescatar imágenes que aún no se han perdido en el pueblo chileno. Las que vi en mi infancia y mi adolescencia”. Luego agrega, cambiando súbitamente de tema, o quizás es el mismo: “En Chile siempre siento mucho frío, en cambio aquí en Costa Rica todo es cálido, verde”.

Pienso después que Escámez no sólo se refería literalmente al frío que en el invierno chileno cala los huesos y todos deben estar pegados a una estufa a parafina, a gas, a leña, casi metidos en las llamas, sino también que cierta idiosincrasia chilena ya no le interesa para nada. “El chileno tiene una tristeza alegre”, remata finalmente.

Le decimos que en la mañana compramos un libro de muy bella edición en una librería de San José donde se reúne una buena muestra de sus pinturas, dibujos, grabados y editados todos en Costa Rica en 1996. Sonríe con humildad verdadera.

Palabras de poeta y pintor

Viene con una introducción que su entonces amigo Pablo Neruda escribiera para él hace muchos años. Rescato estas frases del poeta: “La pintura de Escámez, su carrera estética es un lujo para nuestro país. He amado con arrebato sus líneas, sus cuadernos de viaje que da un soplo extraordinariamente creador, que recuerda aspectos de los grandes renacentistas. Julio Escámez unió el esplendor imaginativo y la virtud esencial que nos hace ver las cosas con creciente belleza. Y él regresa siempre a darnos una nueva visión de la vida, de la ternura del ser humano”

Muchacha del sur.

En la misma introducción se reproduce una carta del 7 de agosto de 1954 de su amigo el muralista y pintor mexicano Diego Rivera. Reproduzco parte de la carta porque es un documento precioso y poco conocido. Le escribe Rivera: “Tardé mucho en contestar su carta porque aparte de que soy el peor corresponsal del mundo, coincidió con los días más pesados de mi vida: el agravamiento de la enfermedad de mi compañera Frida (Kahlo) y finalmente su muerte. Esas mismas causas fueron las que me impidieron ir allá para los festejos de nuestro querido amigo el gran Pablo Neruda. Le ruego se lo haga presente así a él. Le envío las cartas para la gestión de su venida a México realizando mis deseos que le expresé personalmente en Concepción y las posibilidades de una colaboración que me honraría.”

Antes de despedirnos de aquella agradable cena, acompañados de vinos franceses y chilenos, le pedimos nos firme aquel libro suyo. También que nos dibuje un caballo de su propia mano debajo de la dedicatoria. Sonríe generoso y va en busca de un lápiz de tinta negra, punta fina, que siempre lleva en su chaqueta. Comienza el maestro a dar vida a dos caballos tirados por un muchacho campesino (¿será su imaginario que lo lleva constantemente, sin saberlo el artista, al sur chileno, a ese mundo de aldea que va desapareciendo?).

Mientras va dando vida a las figuras nos relata una historia milenaria o quizás inventada por él. “Un antiguo emperador chino de la dinastía Chin, cuyos deseos siempre debían cumplirse inmediatamente, le pide a un pintor que le pinte un caballo blanco. El artista le dice al emperador que sí pero que necesita un año de tiempo. El emperador concede darle aquel plazo. Pasa el año y el emperador decide finalmente ir al taller del pintor y exigirle explicaciones por tanta tardanza, además exige la pintura de inmediato. El pintor dice que lo hará ahora mismo. Trae de su cuarto pinceles y materiales. Inmediatamente le dibuja allí el más hermoso caballo blanco jamás pintado antes. El emperador admirado, sin embargo cree que se ha burlado de él por pedirle un año para dibujar algo que hizo en minutos. El pintor, para calmar la rabia del emperador, le pide que entre a su cuarto. Al entrar, mira que las paredes están llenas y llenas de bocetos y dibujos de caballos”.

Escámez, junto con terminar la historia, también termina de dibujar para nosotros los dos hermosos caballos.

* Javier Campos. Escritor y académico chileno residente en EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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