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El compromiso de la palabra


La noticia llegó el miércoles de la semana pasada, el 3 de julio de este 2002: Alice Knight, una británica de 108 años, había muerto al llevar hasta el final una huelga de hambre en protesta por haber sido obligada a mudarse a un asilo por la clausura de un centro en el que había vivido seis años «felices», según alegó.



La anciana era la segunda persona más longeva del Reino Unido, lo que la convertía en un personaje. Pero no era personaje de farándula, sino que de principios: se negó a ingerir alimentos poco después de que el asilo público Flordon House, de la ciudad de Norwich, donde había vivido durante seis años, cerrase por falta de fondos.



Trasladada a un geriátrico privado, a la semana se declaró en rebeldía y, desde la pequeñez y lo inofensivo de la ancianidad, dejó de comer y tomar líquido hasta morir.



La historia podría servir de pretexto para atacar la privatización de los hogares de ancianos o para ejemplificar cómo, en Europa, los Estados de bienestar han ido reduciéndose, al punto de ser incapaces de solventar la existencia de los antiguos geriátricos. Chimuchina.



Lo destacable es el valor de la palabra de la señora Knight. Anunció huelga de hambre y fue hasta el final.



Hoy, cuando en nuestro país casi cada semana algún grupo inicia una huelga de hambre por lo que sea, y todos saben que es una bravuconada y que es probable que hasta esa misma noche estarán, entre risotadas, tomando té con marraquetas, es toda una filosofía de resistencia ciudadana la que se ha perdido.



La resistencia pacífica frente a los poderosos, la no violencia activa (o, de frentón, la violencia como última expresión política) parecen haber sufrido el mismo proceso de erosión que la política en general o, mejor dicho, la política actual: todo es negociable, los principios son declaraciones discursivas que no comprometen en nada y, lo que es peor, no se traducen en gestos.



Haber servido a la dictadura y jactarse de ello no supone, a estas alturas, un riesgo, en el sentido que eso sea lo que es: un baldón, un acto por el que habría que dar explicaciones y excusarse.



Enfrentar una situación injusta, comprometiendo la propia vida a través de una huelga de hambre, en estos días no es más que una actuación, una parodia de lo que fue antes, una improvisación frente a las cámaras con final abierto: el de la marraqueta de la noche o la bajada en cinco días cuando las tripas comiencen a crujir o el acuerdo previo de llegar hasta el viernes por la noche, que el fin de semana es cuestión sagrada.



No todos los que por estos días inician una huelga de hambre son así de vivos, pero si el gesto y el compromiso, en general, valen nada en relación a tiempos idos, ¿por qué arriesgar el pellejo si el perderlo por una causa ya casi no tiene sentido?



Por cierto que uno no aspira a una sociedad con huelgas de hambre a cada rato, pero no deja de ser patética una sociedad de oportunistas que han degradado lo que en sus tiempos fue expresión de combate contra el poderosos desde la humildad, el testimonio, el martirio y la entrega.



Por eso emociona saber que una viejita de 108 años fue capaz de mantener su palabra. Ella nos evoca a esos antiguos luchadores que en Chile dieron testimonio de decencia y que, seguramente por ser tan fieles a los principios, hoy nadie quiere recordar: por ejemplo, los militantes de la agrupación contra la tortura Sebastián Acevedo, las agrupaciones de los familiares de las víctimas de la represión de la dictadura y esa larga lista de sujetos que supieron ser héroes desde la convicción y no por el espectáculo, y que constituyen una deuda permanente para el país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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