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La desvergüenza

Pinochet, personaje que desencadenó con su traición la tragedia de Chile, ha terminado su vida política sumido en una farsa grotesca.


Marx, en el inicio de su libro sobre el golpe de Estado de Luis Bonaparte, recuerda un dicho de Hegel en el que el filósofo afirmaba que los hechos históricos importantes se producen dos veces. Marx agrega que una vez aparecen como tragedia, y la otra como farsa.



En el caso que comento habría que decir que Pinochet, personaje que desencadenó con su traición la tragedia de Chile, ha terminado su vida política sumido en una farsa grotesca. Constante como perro de presa, finaliza su carrera usando las mismas astucias con las que comenzó y con las que ejercitó el poder, entre ellas la pericia en el arte de la simulación y del engaño.



Pero si el asunto fuera un episodio que solo compete a Pinochet, sería casi ocioso hacerse cargo de él. ¿Qué puede tener de sorprendente que quien traicionó a los que le confiaron el mando del ejército y ocultó horrendos crímenes termine su vida política protagonizando otro episodio de mentira e hipocresía?



Lo importante es que este moribundo imaginario ha convertido en cómplices de sus malas artes al Estado chileno y a una parte significativa de su élite política.



Las informaciones que circulan dan cuenta de una concertación para la impunidad, en la cual participan el gobierno, el ejército y miembros del Poder Judicial. No es raro, entonces, que a propósito del fallo algunos importantes personajes se hayan apresurado a pronunciar la frase sacramental: «el pasado se cerró, entramos en una nueva etapa». Esa nueva etapa marcará con fuego la historia de Chile, pues es la culminación del simulacro, de la mentira disfrazada de verdad.



No es la primera vez que la simulación oscurece la historia de Chile. Pero quizás sí sea la primera vez en que la simulación está unida de manera tan clara con el cinismo.



Pinochet, actor consumado, juega a la perfección dos papeles: el del moribundo y el del digno anciano. Cuando se trata de enfrentar los asuntos judiciales es el moribundo, consumido por infartos cerebrales. Cuando se trata de firmar su renuncia al Senado, en cambio, es el digno anciano. Le confidencia al presidente de la corporación que no está loco, sorprende al cardenal con su jovialidad. Incluso un medio de prensa pone en boca de monseñor Errázuriz palabras de admiración: «así firman los presidentes».



Se quiere convertir la renuncia en un acto honorable, en el gesto digno de un patriota.



Todos los personajes coludidos parecen olvidar que Pinochet ha sido librado del juicio que se merecía por un formulismo legal, una presunta enfermedad irreversible que le impediría declarar ante los jueces. Sus abogados, actores importantes de la simulación, no han centrado sus argumentos en la inocencia, sino en la enfermedad. Con ello han empujado a Pinochet a un sobreseimiento deshonroso.



La razón es transparente para cualquier ciudadano con sentido común: los abogados actuaron así porque saben que es increíble que el comandante en jefe del ejército nada supiera de las acciones de sus subordinados, entre ellas la participación de los miembros de la Dirección de Inteligencia del Ejército que asesinaron a Tucapel Jiménez. Quizás su autoría directa no se pueda demostrar según las reglas formales de la hermenéutica jurídica, pero es absolutamente absurdo pensar que no fue por lo menos un encubridor.



Ya lo he dicho en otros artículos: si nada sabía es un incompetente y debería ser juzgado por carecer de las condiciones para ocupar el cargo que usurpó. Pero respecto a Pinochet hay que dejarse de implícitos, de medias palabras y de formulismos: fue el dirigente principal de las estrategias de aniquilación y amedrentamiento que derivaron en terrorismo de Estado.



Según su criterio, la eliminación física de los marxistas era una condición de la salvación de Chile. Y la practicó sin reticencias. Es la expresión máxima en nuestras tierras australes, tan lejanas del dulce Mediterráneo, del político maquiavélico. Para él los fines de la reestructuración capitalista justificaban cualquier bárbara represión.



El gobierno, si es que efectivamente ha actuado para influir sobre esta sentencia absolutoria, ha cometido un error histórico. Ha demostrado una vez más que su sometimiento a los grandes poderes es superior a sus convicciones. Parece no darse cuenta que el cierre deshonroso de este procedimiento judicial tiñe de ilegitimidad a una de las más importantes instituciones del Estado, el Poder Judicial.



Para muchos ciudadanos es injusto que sean juzgados los personajes menores y no quien, por su responsabilidad a la cabeza del Estado, debía decidir sobre el diseño general de la represión.



Los legionarios de la moral parecen no darse cuenta que mientras sean blanqueados crímenes de la envergadura de los cometidos durante el gobierno de Pinochet haciendo pagar solo a los peones y no a los diseñadores de la estrategia del terror, la justicia pierde su legitimidad para juzgar con criterio universal. No basta que los testaferros sean condenados. Quien estaba a la cabeza debe pasar a la historia como el principal responsable ante la ley. Si no es así, el derecho deja de ser un mecanismo general y racional. Pasa a ser un instrumento que se usa según el poder del delincuente.



Se me podrá decir que en este caso debía primar la razón de Estado. Los gobernantes siempre deben sopesarla. Pero en virtud de esa obligación se necesitaba que un gobierno democrático, a cuya cabeza hay un presidente socialista, tomara partido por la justicia y en contra de la simulación. Que no adoptara una neutralidad que no corresponde frente a crímenes realizados por dictaduras totalitarias, sean de donde sean.



Eso hubiera significado enfrentar este asunto mirando la construcción futura de la democracia chilena, el verdadero objetivo de una racionalidad lúcida. Ella queda debilitada en extremo por este fallo, pues pone en relieve el particularismo de la justicia y el doble estándar del Estado.



Para colmo, en el acto del día martes el presidente del Senado permitió que Carabineros hiciera desocupar por la fuerza las tribunas, tratando de la misma manera a los que justificaban la violencia y a quienes la condenaban. Una nueva conducta de Poncio Pilatos. Después de ejercida esa nueva injusticia, los senadores debatieron gentilmente sus diferencias. Lo que dijeron carece de importancia. Era una conversación entre cuatro paredes.



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