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Spencer Tunick y los chilenos


Lo que menos se ha dicho, referido al evento fotográfico de la desnudez, es que «era algo que nos hacía falta». Alguna socióloga, con voz doctoral y asimilada, sin abandonar su racionamiento metódico, relacionó con fluidez de ideas ese estado de libertad con la necesidad de expresión. Bien por ella.



Otros, como el obispo de la Décima Región, hicieron algunas alusiones pueriles y estornudables.



Todos dijeron algo: acto contra una sociedad estricta y conservadora, rompimiento de los tabúes y prejuicios decimonónicos, etc.



Se llegó a algunos acuerdos fríamente consensuados, por ejemplo, que esto había sido «un acto catártico, ritual» y no tenía mayor incidencia si era o no arte, pues era un colectivo que reflejaba una especie de rebelión contra la apatía, el smog, el desencanto. Quizás también contra algunas enfermedades mortales, como la indiferencia, la arrogancia y el egoísmo.



Amplio y plural, tolerante y democrático -al menos es así como me pienso- también intento aportar una mirada sobre el tema. Una sucesión de cuerpos revelados sobre el pavimento oscuro. Cuando los vi tuve algunas visiones erráticas, Ä„qué duda cabe!, sin la exégesis interpretativa exacta, sin la anuencia de la reflexión profunda, así no más, toda despeinada, algo así…



¿Entremos al texto? Pase. No tenga miedo: le aseguro que hoy, por alguna exquisita razón de coherencia, no seré ilógico. Créame.



El argumento de la ópera de Giuseppe Verdi, Nabuco, ya en el primer acto es absolutamente decidor. «El ejército de Babilonia está a punto de caer sobre Jerusalén. En el interior del templo, Zacarías, gran sacerdote de los hebreos, tiene en su poder, como rehén, a Fenena, hija de Nabuco. Zacarías exhorta a los hebreos a rechazar al enemigo y, al frente de las tropas, se apresta a defender la ciudad y el Templo. La prisionera ha sido confiada a Ismael, sobrino del rey. Pero Ismael y Fenema están secretamente enamorados. Fenema liberó a Ismael de la prisión de Babilonia y éste va ahora a liberar a Fenema. Al pretender huir con ella, las tropas babilónicas al mando de Abigaíl toman el Templo. Abigaíl (todos la tienen por primogénita de Nabuco, hermana, por tanto, de Fenena) ama a Ismael. Se dirige con sarcasmo y cólera a la pareja y ofrece liberar al pueblo de Israel si Ismael corresponde a su amor. Éste rehúsa. Nabuco ordena a sus soldados saquear y destruir el Templo de Salomón y Zacarías decide sacrificar a Fenema. Ismael se interpone entre ellos salvándola de la muerte. Todo el pueblo le maldice por traidor».



La primera visión, nunca teologal ni pontificia que tuve frente a la fotografía de los cuerpos desnudos, fue bíblica. Mi Dios, me dije, tratando de no alarmarme más de la cuenta: nunca había tenido ante mis ojos la materialización de una profecía.



Requiero de ciertos artilugios verbales: el relato puede regalarse ciertas concesiones, así que retrocedo hacia el año 600 A.C. Allí está Ezequiel, el primer profeta de la cautividad, ni idea tiene que ahora le recordaremos como un profeta mayor. No tengo mayores antecedentes de lo que hacía antes. La tarea que le correspondió en medio de su comunidad cautiva fue reaglutinar al pueblo de Israel en los tiempos de su deportación de Babilonia.



Giusseppe Verdi, quien aprendió piano sin necesidad de maestros, a los veintisiete años -después de haber sido «maestro de capilla» y cuando ya había perdido a su mujer y a sus dos hijos- escribió la ópera que ahora escucho y lleva ese nombre «Nabuco» (libreto del poeta Temistocle Solera). Este dictador, Nabuco, quizás por qué razón histórica actual (que casi celebro), como nuestro villano particular, también padeció demencia y postración.



El primer movimiento «Va, pensiero, sull’ali dorate» se intuye lleno de presencias, como cuando las mujeres judías, (otros judíos y otras mujeres sin duda más hermosos que los bárbaros), se despiden de los deportados de Babilonia. Una alusión al margen que cabe destacar: en uno de los primeros ensayos, los obreros que ayudaban en el montaje de esta ópera se detuvieron para escuchar este himno. Al finalizar, aplaudieron haciendo golpear sus herramientas contra la escenografía. Verdi, en ese momento, tenía plena conciencia de que estaba comunicado con el mundo y sabía, por ese hecho, el éxito de su obra. Giuseppina Strepponi fue la soprano que interpretaba la obra, quien después fuera la compañera del propio Giuseppe.



Al finalizar ya sus días el Maestro de la lírica testó pidiendo que su sepelio fuera «modesto, sin cantos ni música». Esta última voluntad no pudo cumplirse: una multitud irrumpió en su entierro, en Milán, y lo acompañó hasta la tumba cantándole el «Va, pensiero, sull’ali dorate».



Me imaginé a Ezequiel, en un lugar que no existe, mirando hacia el Parque Forestal. Escuchando esa música magnífica. Creyendo ciertamente en el sentido trascendente de la existencia, pero dudando de sus propias certezas. Quizás tenía una barba recién afeitada o a medio afeitar, pero esto no es más que una elucubración mía que altera significativamente este texto.



«El año treinta, el mes cuarto, el cinco del mes, cuando me encontraba entre los deportados, junto al río Cobar, el cielo se abrió y tuve una visión divina». De esta manera el profeta Ezequiel comienza a narrarnos sus visiones.



Yo, Gustavo Adolfo Becerra, poeta de tanto decirlo más que de serlo, tengo los ojos cerrados y aún así estoy mirando como el vacío en medio del horizonte. Las aleaciones con la realidad pueden ser libres, no estructuradas, espontáneas.



Escucho la voz del Profeta Ezequiel, hijo de Buzi, que me dice: «La mano de Yahveh fue sobre mí y, por su espíritu, Yahveh me sacó y me puso en medio desierto, el cual estaba lleno de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos en el desierto, y estaban completamente secos.



Me dijo: «Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?». Yo dije: «Señor Yahveh, tú lo sabes». Entonces me dijo: «Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh. Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh».



Yo profeticé como se me había ordenado -señala el profeta- y mientras profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. El me dijo: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahveh: Ven, espíritu de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan». Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies: era un enorme, inmenso ejército». (Ezequiel 37: 1-10).



Todos esos cuerpos los imaginé, cerrando los ojos (como en las conversaciones magisteriales del biógrafo Eckermann con el magnífico Goethe, encendidos en la soledad de sus propia palabras), los mismísimos cuerpos de la patria en sangre, los mismísimos cuerpos violentadas, los desnudos cuerpos. Sigo. Tengo tanto qué decir sobre esas áreas desnudas de Chile. Todos esos cuerpos gritando en los sonidos del viento, colgando y desenterrándose de las cordilleras, saliendo de los mares (donde fueron «fondeados»), todos esos cuerpos ahí, en aquel frío que alguna vez sentí, en aquel miedo que alguna vez viví.



La misma cantidad de los asesinados políticos, «legalmente reconocidos» de Chile, ahí, desnudándose para sentir el frío que ese día era entre cero y seis grados celsius, el mismo frío tratando de azularle las mejillas a los que se habían ido para siempre, a los que ya no, a los más míos que de nadie, a los puramente estudiantes, a los extremadamente obreros, ahí, refiriéndose a todos nuevamente, quitándose la máscara, así los imaginé (mirando esa fotografía) y, alguien, gritándole: «Infunde sobre ellos el Espíritu….», como para mezclar relatos, sin la fuerza evocadora y bíblica, pobre y humilde con mis reducidas verdades.



Y, cuando vuelvo a mirar, el silencio vive en el Parque Forestal de Santiago de Chile porque ahora vuelvo a mirarlo, con los ojos abiertos, claro, así como se debe, y no hay nadie. Todos se han ido. Y están llenos de girasoles los jardines de Babilonia. Y Giuseppe Verdi hace como que mira el Cerro San Cristóbal, pero no mira y si mira, Ä„qué importa! Buenas noches.



* Gustavo Adolfo Becerra es agregado cultural chileno en Costa Rica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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