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Tributo a Tucapel Jiménez

El crimen solo detuvo unos cuantos meses la gesta que permitió derrotar a la dictadura en las urnas el 5 de octubre de 1988. En 1985 se constituyó la Alianza Democrática, sólo dos años después de su muerte la que por cierto, no fue en vano.


Me encontraba en la cárcel ese fatídico día 25 de febrero de 1982. Con otros compañeros (el actual diputado Sergio Aguiló, el ex ministro Germán Molina, el ex director de Conadi, Rodrigo González y otros) éramos procesados como «traidores a la patria» y se nos acusó de estar asociados ilícitamente para atentar contra el Estado.



Todos éramos dirigentes de diversos organismos de derechos humanos. Yo fui detenido por la CNI el 22 de enero de 1982, en la vía pública, el mismo día en que falleció en circunstancias extrañas el ex Presidente Eduardo Frei Montalva: permanecí en la cárcel hasta la Pascua de Resurrección, en abril de ese año, cuando finalmente el juez José Canovas Robles decretó nuestra libertad condicional, ante el estupor de la dictadura.



El ministro del Interior que regía cuando ocurrió nuestra detención era Sergio Fernández, hoy senador, y el subsecretario encargado de comunicar al país que éramos «terroristas intelectuales» fue Alberto Cardemil, hoy diputado de la derecha.



Estábamos en la cárcel ese 25 de febrero cuando nos enteramos, por las noticias que escuchamos en la Penitenciaría, del horrible asesinato de Tucapel Jiménez, a quien habíamos conocido durante sus esfuerzos por unir al movimiento sindical en un solo frente en favor de la democracia. Este era probablemente el mayor peligro que representaba para la dictadura militar, pues la conformación de un frente único de los trabajadores traería consigo una sucesión de acuerdos sociales y políticos entre distintos actores que comenzaban a emerger en una lucha más abierta y frontal contra el régimen militar.



Era un objetivo que había que anular con extrema prontitud. La mano del mayor de Ejército Carlos Herrera Jiménez sería el instrumento a través del cual el peligro sería conjurado por la dictadura de manera implacable.



Las recientes declaraciones de este ex uniformado confirman lo que sabíamos desde el momento mismo del asesinato de Tucapel, que su muerte era el fruto de una acción política y militar que fue protegida durante muchos años, a través de diversos argumentos y gestiones encaminadas a encubrir la autoría y el crimen mismo.



Las descarnadas confesiones del autor material dejan de manifiesto, una vez más, cómo operaron los servicios de la seguridad del Estado bajo el régimen militar, y por otro lado, permiten apreciar el valor de nuestro sistema democrático al hacer posible, mediante una severa investigación que estos crímenes no quedarán impunes ante la historia.



Estábamos conmovidos en la cárcel ese día 25 de febrero. Tucapel era un hombre sencillo y que transmitía humanidad, un trabajador que había escalado con esfuerzo la pirámide del liderazgo social. Apasionado por su causa, legó a sus hijos y al país un testimonio imborrable, de esos que nunca podrán ser olvidados. Su crimen sólo detuvo unos cuantos meses la gesta que permitió derrotar a la dictadura en las urnas el 5 de octubre de 1988. En 1985 se constituyó la Alianza Democrática, sólo dos años después de su muerte la que por cierto, no fue en vano.



Esperamos la sentencia que el tribunal dictará en contra de los asesinos de Tucapel. Será justa y necesaria. Así lo creemos. Con ello se habrá hecho justicia y, de paso, una familia y el país entero podrán mirar el futuro con alivio y paz.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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